Por Mike Wilson, texto de presentación de la novela «Indios Verdes», de Emilio Gordillo. Espacio Estravagario, 12 de abril de 2018
Ya hace casi diez años que conocí a Emilio, tuvimos nuestra primera conversación una mañana en un tren en las afueras de Temuco camino a Lautaro, mirábamos el paisaje a través de los cristales del tren, hablamos de Roberto Arlt y del silencio, desde el interior del vagón mirábamos el paisaje a través de las ventanas. Nos bajamos del tren, fuimos a un colegio al lado de la estación, hablamos de cosas de libros que ya no me acuerdo, volvimos a subirnos al vagón y seguimos hablando, como si nunca nos hubiésemos bajado de la máquina.
Indios Verdes es una novela en cuatro partes sobre un montón de cosas, en muchos sentidos es sobre la ciudad, en este caso el DF, así como Croma -la novela anterior de Emilio- trabaja el mapa de Santiago, pero para mí lo que más me sorprende de Indios Verdes es cómo acierta en representar la experiencia de la identidad a la deriva en lugares remotos, en lugares otros, en lugares que encapsulan y a la vez aíslan el yo. No me refiero al desconocimiento ante una cultura distinta o la noción manoseada de “otredad” en algún contexto seudo postcolonial, acá se trabaja algo más elemental sobre el efecto del desplazamiento sobre la identidad y la soledad radical. Por un lado está la idea de que no existe tal cosa como un yo sin sus lugares, que uno nunca “es” sin su contexto, y los lugares no son lugares sin quién los transforme en eso, llevamos geografías dentro de nosotros que alteran los espacios a los que ingresamos y esos en turno nos modifican a nosotros. Por otro lado estamos atrapados en nuestro propio solipsismo, somos una jalea gris literalmente encerrada en nuestros cráneos, nunca abandonamos esa celda, y de cierta forma ese presidio en nuestras cabezas nunca nos permite realmente salir al mundo. El protagonista de Indios Verdes se encuentra en esta tensión entre estar en un lugar y atestiguar un lugar, como un metronauta separado de su entorno por un traje aislante y un casco de vidrio. Las primeras partes de la novela se refieren al cristal, a su anverso y reverso, se repite la experiencia del protagonista que observa el mundo desde el otro lado del vidrio, el cristal que intermedia la percepción y negocia la experiencia del DF. En cierto momento dice:
Al anverso del vidrio, fueron apareciendo nuevos y nuevos cerros con sus casas encaramadas… Me costaba imaginar la vida de alguien nacido allí, que ahí naciera un niño, que creciera o fuera feliz, de mi cabeza solo salían imágenes oscuras, matanzas, violaciones, trata de blancas, narcotráfico, miedo, silencio. Pero como conceptos, como peces al otro lado de un mundo sumergido, de un acuario de agua descompuesta. Quise guardar todas las imágenes vistas para algo que aún no acababa de comprender, y me fui acurrucando hasta quedarme dormido. Era un turista, y tenía sueño.
El cierre de la cita nos remite al interior del narrador que sueña sobre otras ciudades dentro del DF, otros lugares que germinan dentro aquel lugar, de esa ciudad que lo contiene pero a la que no ingresa, de cierta manera siempre fuera de lugar, incluso con las ciudades soñadas, que son y no son los lugares de la memoria, se desdibujan, se hibridizan, son dobles o alter egos, parodias, caricaturas y falsificaciones de la identidad en un lugar que no logra cristalizarse, una infinidad de ciudades sobrepuestas. Y SIEMPRE, mirando hacia afuera pero desde un afuera que también es otro adentro. Así como los acuarios recurrentes en la novela y los peces que miran a través del cristal hacia el interior de otro lugar en el que se ubican pero no están, siempre atrapados en la pecera.
Ante la frustración de no poder habitar y ser en un lugar, y de consolidar su identidad en el DF, el narrador vuelve sobre sí, busca hallarse en su escritura, pero aún así no logra escapar esta sensación, se desconoce, percibe su escritura como otro lugar en el que no está. La novela habla sobre ella misma y dice:
A veces parece que Indios Verdes se me ha extranjerizado… Cada día que pasa, cada día que escribo, siento más miedo de mí.
Aquí tenemos un texto que se observa dentro del texto, detrás del cristal, como las ciudades soñadas dentro de otras ciudades. Su escritura así como sus sueños resultan ser un abismo de peceras interiores que lo aíslan de sí mismo, se desconoce en su escritura, el destierro se traduce a la interioridad, vuelve a mirar hacia afuera, buscando observarse o atestiguarse como si eso fuese posible. Se vuelve una identidad marginada de sí misma, así como el embarazo ectópico que figura en la novela, un óvulo fecundado que se anida fuera del útero, de nuevo adentro pero afuera, un ovulo inviable, envuelto en su cristal (por decirlo así) pero al margen del útero, así como el centro de la novela que está en los límites del DF, Indios Verdes, tanto la estación de metro como las estatuas verdes de Casarin que siempre quedan afuera de todos sus destinos. Indios Verdes es así un lugar fuera de lugar, un embarazo ectópico, una pecera fuera de su correspondiente pecera. Más adelante la novela se desplaza de su narrador, busca ver el mundo desde el escultor de las estatuas y desde la mirada de otros personajes en el DF, la identidad siempre queda justo a la orilla del campo visual, no se deja observar, no se deja consolidar. La soledad radical se instala y todos los lugares se vuelven ajenos y uno mismo se aliena del yo.
Para terminar, me distraigo en cómo me afecta a mí el libro, más allá de sus intenciones, siempre he pensado que la lectura valiosa de un libro está en eso, de cierta forma malinterpretar un libro, minar de un texto los sentidos quizá no intencionados. Hay algo que pienso con frecuencia, algo que al leer la novela de Emilio volvió a resonar y hacerme pensar en la ausencia y el margen. Desde que tengo 2 años he pasado mi vida cambiando de país cada tanto, desde siempre mirando el mundo desde un afuera, a través de una suerte de cristal, un lente que se volvió la única forma de ver, incluso ahora que llevo unos quince años en un lugar, ese cristal siempre sigue ahí, no hay lugar libre de esa pecera, nunca lo hubo, pero ahora también pienso que da lo mismo, que hoy todos estamos confinados a nuestras propias peceras, todos ensayamos la soledad, quizá ahora intermediamos la identidad a través del vidrio de nuestras pantallas, que a través del cristal de la redes sociales exhibimos nuestra soledad y consumimos la de los otros, es de cierta forma un gran compendio de la desesperación ante la soledad, y si pudiéramos vernos desde afuera, si alguien filmara nuestras horas vegetando enfrente del cristal de nuestros celulares o computadores y así pudiéramos atestiguarnos en otra pantalla cómo miramos a través del cristal por horas y horas que se suman en días y años y en una vida, tiempo muerto sin realmente ser, también nos sentiríamos “extranjerizados” de nuestra propia idea de identidad. Primero nos desconocemos, después nos acostumbramos a desconocernos, después dejamos de intentar conocernos, y al final se nos olvida que es una opción, nos volvemos óvulos inviables, dejamos de ser personas (o incluso algunos nunca alcanzan a ser alguien), y al final ya no solo miramos a través del cristal, pasamos a ser parte del vidrio. Lo que más valoro y admiro de la novela de Emilio es que se rehusa a abandonar la búsqueda, se niega a normalizar el abandono en un mundo que está cada vez más abandonado, no olvida, no se entrega al abismo de peceras. Cada vez que se frustra vuelve al margen, a Indios Verdes y vuelve a recorrer el DF, vuelve a buscarse, pienso que hay momentos en que logra ese objetivo imposible, no en observarse, pero justamente cuando deja de hacerlo, cuando el narrador simplemente ES sin depender de una respuesta, quizá a esto se refiere Bellatin cuando le dice: «Deja de comportarte como un escritor, cuando lo logres, tal vez otras personas te conviertan en uno”.