El decir del amor en «Rubia», de Yuri Pérez

Por Daniel Plaza, escritor*

Conocí a Yuri Pérez en el año 2012, cuando surgió en la narrativa nacional con Niño Feo. Lo conocí como autor, es decir, fue para mí un nombre. Leí esa obra diferente que salía a la luz bajo aquel título también diferente. Luego, el azar me llevó a la editorial que a él lo publica, Narrativa Punto Aparte, y pudimos cruzar, entre diversas y fugaces presentaciones de libros, algunas palabras. Sobrevino el año 2023 y, entre los azares de la vida, él me invitó a ser parte del jurado del Premio Municipal de literatura de San Bernardo. A causa del asunto organizativo del premio, debimos reunirnos, pero debimos hacerlo en condiciones especiales, pues me encontraba pasando una situación especial. Nos unió entonces, inesperadamente para los dos, creo, la muerte. Probablemente el café que nos tomamos aquella tarde ha sido uno de los momentos inolvidables que tengo: dos seres humanos compartiendo pedazos de sus vidas, contándose, o confesándose a veces, situaciones, experiencias, miedos, pesadillas, alegrías, reflexiones. Fue un momento vital.

Como sociedad, relacionamos aquel evento, la muerte, a algo traumático, pesaroso, insoportable, difícil de llevar. La muerte como pérdida, cercenamiento, amenaza, sufrimiento, abandono, desolación, pesadumbre. Sin embargo, aquí estamos ante una obra que, a mi juicio, está dentro de las mejores de la producción de este autor. Una novela tremenda. Tremenda porque, como todo buen arte, maravilla y perturba. Produce aquello que se espera de una obra artística, incomodar. Un libro que es escritura, experiencia, maravilla. Si la muerte en la sociedad occidental es vista como pérdida y cercenamiento, es porque falta agregarle algo que la filosofía hace mucho definió de un modo diferente: la muerte ilumina la vida. Desde este punto de vista, hablar de la muerte nos debiera remitir inevitablemente a la vida. No quedarnos en la muerte. No debiéramos. Al respecto, nuestro país, por ejemplo, tiene mucho que aprender aún. No basta con recordar a nuestros muertos, los muertos de la patria. Para que aquellas muertes espantosas y terribles, como aquellas muertes ocurridas en medio del espanto del terror político de Estado, tengan sentido, es necesario no sólo recordarlas, sino a partir del horror hacer algo al respecto, reelaborar, reflexionar, hacer que tengan sentido, buscar, a partir de los hechos atroces, puntos de vistas, posiciones que permitan la vida: la muerte como fuente iluminadora de la vida. Penosamente, nos encontramos demasiado lejos. Pero no Yuri Pérez, no esta obra que nos convoca. El gesto literario que supone Rubia es equivalente, aunque en un guiño más íntimo, al que realiza Carlos Droguett en obras centrales como, Los asesinados del seguro obrero o Todas esas muertes. Allí la muerte no es sinónimo de cercenamiento, sino de vida. La sangre y la muerte sólo existen para iluminar la existencia.

El libro de Yuri me ha conmovido. Veo en sus líneas, primeramente, una mano escritural que se deja fluir, que nos quiere arrastrar a una experiencia de vida. No lo hace con recursos recargados. Al contrario. Este libro celebra la vida recreando el gesto cotidiano, el compartir la experiencia diaria entre el narrador de la historia y su compañera. Este narrador, ficcionalización de un tal Yuri Pérez, se torna melancólico y entrañable. Con un ojo de observador agudo se reconoce poeta, un poeta que pasa sus días junto a una mujer que admira, de la que se siente profundamente enamorado. Es un fisgón. Con su ojo de observador, silencioso pero atento, nos va configurando el mundo entre los amantes y al hacerlo pareciera que el resto, el mundo entero, estuviera fuera de ellos. Como dos únicos sujetos se desplazan por el mundo para recrear aquella vida que es intimidad pura. La Rubia y el Yuri habitan una casa de San Bernardo, se mueven por las calles de San Bernardo, asisten a restoranes chinos en San Bernardo, visitan hogares de cuidado, hospitales, kioscos de venta de bebidas o cualquier otro producto, en San Bernardo. San Bernardo es el mundo. Un mundo recargado de melancolía, de abandono, pero a la vez vivo, como un animal que se alimenta de sus propias entrañas. En ese contexto, en la recreación de la intimidad de la pareja, surgen presencias que, finalmente, configuran una posibilidad de lectura de toda la obra: las ánforas de sus madres. La pareja habita la casa con la omnipresencia de los restos de sus respectivas madres, con quienes mantienen una cohabitación permanente. No habitan la casa para recordar a las ausentes; la habitan para mantenerlas vivas, junto a ellos. Las madres participan de la vida de la pareja. La pareja se acompaña de sus madres y hacen de su propia vida, un habitar íntimo con estas omnipresencias que son las mujeres. Las ánforas, así, aportan vida. La casa se ilumina junto a las plantas con las ánforas. Y la pareja se deja ir en esa intimidad y el narrador de la obra, el poeta Yuri Pérez, observa y en su observación va iluminando el existir de una cotidianidad demasiado reconocible para nosotros, sencilla, con su ojo contemplativo y melancólico. Sabemos cosas de este personaje, el poeta: que se deja llevar por lo que su compañera le indique, que se asume poeta, un ser extraño, por tanto, un niño también extraño, que la Rubia lo conduce y que el poeta se deja conducir. La vida, de hecho, se le hace llevadera cuando ella lo conduce. Su rol es seguirla y mirarla y convertir lo cotidiano en maravilla. ¿Cómo se transforma lo cotidiano en maravilla? Sólo queda hablar de eso, impregnarle a lo cotidiano un ángulo, un modo de hablar de aquello que constituye el habitar cada día el mundo. A modo de ilustración, destaco éstas que apenas rozan muchas de las líneas del estilo inscritas en el libro:

Es miércoles y estamos en avenida Colón. Cristina trajo galletas de vainilla. Dijo que había pagado poco por ellas. Estaba feliz por la oferta en la panadería. Estuvimos de pie por unos minutos y luego nos sentamos en el pasto. El día estaba nuboso. Una delicada niebla cruzaba los cipreses. Los autos de avenida Colón pasaban rápido como yendo a un accidente. El pasto tenía una leve capa de humedad. El tiempo todo lo seca, dijimos. Comimos galletas, colocamos las ánforas frente a nosotros, encima de los tréboles. Cristina mencionó que era un buen día para hablar con nuestras madres. Respondí que sí, que los ruidos de los pistoleros no importaban. (…) Las ánforas estaban frente a nosotros y comenzaron a atrapar la humedad de la tarde. La humedad caía desde sus costados como si lloraran de ternura. El pasto que las rodeaba empezó a levantar cabeza. ¿Viste eso, Cristina? ¿Viste el pasto levantarse? Sí, lo vi, dijo ella. Lo que pasa es que nos están escuchando. Saben lo que hacemos. Y supongo que hace años querían oír lo que cuentas, manifestó, y volvió a tomar una galleta. Los gorriones invadieron el lugar en busca de migas. El pasto perdió humedad y comenzó, ahora en toda la extensión del prado, a erguirse como si quisiera tocar la luna.

Hay en estas líneas y en otras, a lo largo del libro, una composición del espacio, del tiempo, del mundo íntimo que habitan los personajes, una construcción poética de la vida. Vivir en un micromundo como el de San Bernardo, donde los personajes beben Coca Cola, comen comida china o empanadas o sándwiches, es una realidad, la de cualquiera; pero el verdadero asunto se juega en la posibilidad de convertir la cotidianidad, ésta por ejemplo que configuran los personajes, en un instante perdurable. Y lo que lo torna perdurable es un modo de mirar, de decir, de ir registrando lo simple, lo que está al alcance de cualquiera. Aquí el poeta Yuri Pérez hace su trabajo, el personaje narrador de la obra. La muerte es vida y lo que la ilumina es la forma o más bien el modo cómo la carga de sentido, de plenitud, de belleza. He aquí otro ejemplo -ya para terminar- de cómo va elaborando una realidad única, diferente:

Abro la puerta. Hay vapor de agua en el aire. Saca el brazo de la bañera y recibe la toalla. El espejo tamaño ex- tra grande es una pantalla cubierta de humedad. Es el lugar perfecto para escribir algo en él. Escribo: te amo, Rubia. Y dibujo, a un costado de la frase, un rostro feliz y un corazón. Cuando ella se mire al espejo verá el mensaje.

            Como se advierte, las escenas e imágenes que este relato va aglutinando cargan de sentido y amor, los instantes cotidianos. Con su mirada, el fisgón, el poeta, carga de intensidad, de vida, lo que mira. Al hacerlo, así como con las ánforas que en la historia son omnipresencia, se resiste a la muerte en todos los sentidos, incluida la muerte de San Bernardo. La vida ilumina la muerte en Rubia de Yuri Pérez. Y esto es lo que agracedemos de este libro, un modo de mirar, de resistir el olvido y el sin sentido, le agradecemos la belleza, el cómo transforma, a través del lenguaje, la vida.

*Daniel Plaza es autor de las novelas «El corredor», «Desierto» y «Ruta». Este texto fue leído durante el lanzamiento de la novela «Rubia», de Yuri Pérez, en la Casa de la Cultura de San Bernardo, 30 de septiembre de 2023.

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