Seguir a la Rubia

Por Valentina Ruiz*

Admirado Yuri. En la otra punta de la tinta, Yuri. Estás sosteniendo un puente para Cristina. Un arrimo. A Ella, la Rubia. No seré academicista en esta invitación que me has hecho de venir a comentar la novela. Quiero seguir a la Rubia, es decir, continuar tus intuiciones de escritor, estirar tus imágenes, darme respiro en ellas, hacerme crecer ramas de tu escritura, creerme música en tus palabras.

En la novela, tres memorias destilan por las letras y humedecen los nudosos rincones de tu narración. Tres ánforas, en verdad, que se aprestan sigilosamente y transforman un tumulto de imágenes, es decir, un puñado de polvo, en significantes, en significantes que instan fuertemente a recoger la memoria singular de las cosas, sacarla de su significado, de los nichos, la memoria aislada de las cosas, de todas las cosas. A recoger la memoria instruida que nos enseñaron, pura y singular, solitaria, reformada, la bandera flameando, cito: como en 1984, cuando chile era un enorme reformatorio. Página 105. A recoger la memoria para desplazarla a la multiformidad de planos y curvaturas que se desmembran de los cuerpos temporales y fundidos. El narrador lo narrado. La continuidad de quien narra y lo que narra. Una nueva herencia de recoger los afectos, Yuri. A través de estas ánforas arrimadas a tu novela pienso que es mejor dialogar entre nosotros, que las escrituras se enlacen con sus penumbras y tranvías, que se escuchen y redescubran insospechadas en la muerte después de vivir. No quiero el análisis Rubia, Angélica.

Comillas. Ella me dice, ella conmueve, ella contagia. Cierre de comillas. Yuri contagia, las calles enumeradas me contagian y comienzo a moverme en tus territorios. Comillas. Ella dice, ella me dice, desintegración de las comillas. Tres ánforas entre dos madres, una mujer de polvo… ella me explica, ella gira. Cristina las vistió, cristina me preguntó, cristina comenta. Cristina me invita, ella digita, si claro, yo suspiro. Voy y lo hago, la interrogo, digo que nada. Fumamos. Luego comentamos. Yo miro, ella propone. Recomposición de comillas: lo que sostiene a un personaje en el texto es el verbo. Página 68.

             Lluvia de comillas. Geranios, jardín, patio, pitilla. Y se mira las manos y piensa que quizás el mundo cabe en una palma. Le digo que sí y me sugiere escribir un cuento sobre jardines inundados de ciempiés. Yo miro las sombras y reafirmo. ¿Y el punto de inflexión? Me dice que busque. Después le muestro párrafos selectivos. Cese de la lluvia y de las comillas.

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El decir del amor en «Rubia», de Yuri Pérez

Por Daniel Plaza, escritor*

Conocí a Yuri Pérez en el año 2012, cuando surgió en la narrativa nacional con Niño Feo. Lo conocí como autor, es decir, fue para mí un nombre. Leí esa obra diferente que salía a la luz bajo aquel título también diferente. Luego, el azar me llevó a la editorial que a él lo publica, Narrativa Punto Aparte, y pudimos cruzar, entre diversas y fugaces presentaciones de libros, algunas palabras. Sobrevino el año 2023 y, entre los azares de la vida, él me invitó a ser parte del jurado del Premio Municipal de literatura de San Bernardo. A causa del asunto organizativo del premio, debimos reunirnos, pero debimos hacerlo en condiciones especiales, pues me encontraba pasando una situación especial. Nos unió entonces, inesperadamente para los dos, creo, la muerte. Probablemente el café que nos tomamos aquella tarde ha sido uno de los momentos inolvidables que tengo: dos seres humanos compartiendo pedazos de sus vidas, contándose, o confesándose a veces, situaciones, experiencias, miedos, pesadillas, alegrías, reflexiones. Fue un momento vital.

Como sociedad, relacionamos aquel evento, la muerte, a algo traumático, pesaroso, insoportable, difícil de llevar. La muerte como pérdida, cercenamiento, amenaza, sufrimiento, abandono, desolación, pesadumbre. Sin embargo, aquí estamos ante una obra que, a mi juicio, está dentro de las mejores de la producción de este autor. Una novela tremenda. Tremenda porque, como todo buen arte, maravilla y perturba. Produce aquello que se espera de una obra artística, incomodar. Un libro que es escritura, experiencia, maravilla. Si la muerte en la sociedad occidental es vista como pérdida y cercenamiento, es porque falta agregarle algo que la filosofía hace mucho definió de un modo diferente: la muerte ilumina la vida. Desde este punto de vista, hablar de la muerte nos debiera remitir inevitablemente a la vida. No quedarnos en la muerte. No debiéramos. Al respecto, nuestro país, por ejemplo, tiene mucho que aprender aún. No basta con recordar a nuestros muertos, los muertos de la patria. Para que aquellas muertes espantosas y terribles, como aquellas muertes ocurridas en medio del espanto del terror político de Estado, tengan sentido, es necesario no sólo recordarlas, sino a partir del horror hacer algo al respecto, reelaborar, reflexionar, hacer que tengan sentido, buscar, a partir de los hechos atroces, puntos de vistas, posiciones que permitan la vida: la muerte como fuente iluminadora de la vida. Penosamente, nos encontramos demasiado lejos. Pero no Yuri Pérez, no esta obra que nos convoca. El gesto literario que supone Rubia es equivalente, aunque en un guiño más íntimo, al que realiza Carlos Droguett en obras centrales como, Los asesinados del seguro obrero o Todas esas muertes. Allí la muerte no es sinónimo de cercenamiento, sino de vida. La sangre y la muerte sólo existen para iluminar la existencia.

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Box Populi

“Hay momentos para leer poesía

Y hay momentos para boxear”

Por Nibaldo Acero* Texto de presentación del libro «Crujido de mandíbulas», de Carvacho Alfaro, leído en la Biblioteca del Centro GAM, julio 2023.

Estaba seguro de que algún día todas esas camorras en las que uno anduvo metido me pasarían finalmente la cuenta, pero no imaginé que esa pasada de cuenta sería la de presentar este entrañable libro de crónicas boxeriles, que hoy nos reúne en este libresco cuadrilátero. Claro, lo mío no era boxeo como tal, pero es como si lo fuera, porque esa vida de pendenciero muy vinculado al fútbol de barrio la viví por demasiados años, hasta con orgullo y una alta dosis de placer. Por supuesto también con la prurita miseria, con cinismo. Por eso mismo, leer Crujido de mandíbulas fue aterrizar en las fauces de los propios demonios, como suele suceder con los libros que no se escriben para ser monedita de oro, como decían los antiguos, sino que remecen como un bien asestado puñete, ya que se incuban en los más portentosos y hasta vergonzosos fracasos.

Un libro digno de ser leído en clave pugilística, como si mano de piedra Carvacho moviera sesudamente cada fragmento de estas ficcionales crónicas, con un swing que ya se hubiera querido Conor McGregor frente Mayweather, hace algunos años. Un swing notable al momento de narrar lo sórdido y lo grotesco, desde una calidez humana que noquea al desastre y la desatada violencia, a punta de nostalgia y de genuina ternura.

Pero la nostalgia de este simulacro literario no nos deja en ruinas, no apela a la melancolía ni a la lágrima fácil, sino que reelabora la derrota y la resistencia hasta transformarlas en historias entrañables, en canciones de cuna para gigantes, como si las conociéramos de antes, como si las hubiésemos leído desde siempre. Familiares, íntimas, que no reparan en lanzarnos sendos puñetazos de épica menor, pero finalmente de épica, porque si algo tiene (o tenía) el box de sobra era ese arrojo, a veces evidente desparpajo de no temerle a la muerte, como manifiestan los 17 pugilistas que protagonizan cada uno de estos capítulos, narrados magistralmente por Renzo Di Mauro, un solitario periodista que tiene una ética y un hígado de hierro. Desde Tito Mondaca hasta Godfrey Stevens, pasando indefectiblemente por Martín Vargas, el enorme Arturo Godoy, el fraterno y querible Víctor Nilo, y el abatido David Ellis, damos cuenta de un Chile popular y en sepia, que celebraba las victorias morales, como si perder por poco realmente fuera una hazaña galáctica. Un Chile quizás antípoda al de hoy: zorrón y winner.

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Literatura coscachera

Pro Christian Morales Durán*. Texto de presentación del libro «Crujido de mandíbulas», de Carvacho Alfaro, en la feria Expolibros de Viña del Mar.

La literatura boxeril chilena es escasa pero contundente. Encontramos El púgil y San Pancracio, de Juan Uribe Echeverría, novela emblemática y que con rapidez se podría aventurar que instaló los estilemas del este género a mediados de los años sesenta; Mano Bendita, de la siempre bella e ignorada pluma del mejor Lafourcade de los noventa; la notable novela de Óscar Bustamante, La explicación de todos mis tropiezos, que no cuenta desdichas ni triunfos de púgiles decadentes sino los devenires de un cuico zorrón que terminó parte de un periplo bolsero ganándole a la vida como boxeador de quinto enjuague en algún país centroamericano; Fernando Alegría, con Los días contados que, un par de años después de Echeverría, le incorpora a este género la variante social pura y dura de un Chile que acrecentaba las diferencias sociales en un Santiago a finales de los sesenta; un par de cuentos de Ramón Díaz Eterovic, destacando entre ellos Atrás sin golpe o la noche en que Villablanca ganó el título mundial, el que, alejado de su emblemático detective Heredia, pareciera igualmente narrado por él; y el escritor Poli Délano quien, en una suerte de crónica cuentística boxeril, se sale del ring para contarnos los pormenores del ringside en Uppercut.

Literatura poca pero contundente.

¿Cuál es el común denominador de toda esta exigua literatura coscachera que, sin pre-determinismo alguno, se niega instalarse en algún periodo histórico? A punta de cornetes y charchazos, de fajadores duros y malolientes, no quiere deberle nada a nadie y menos agacharle el moño a las modas literarias en vigencia. A esta estética literaria la une una constante, la del héroe trágico y sacrificial, cargado de pulsión épica, cuyo final será el más desgraciado de su existencia. El púgil tiene claro que en algún momento de su carrera caerá a la lona para siempre. Se apagarán sus luces y pasará a la absoluta ignominia. Parece una obviedad metafórica de la existencia humana, pero no lo es. En esta ornamentaría solo existen perdedores y fracasados en un mundo marginal, privados de todo lujo. Ganarse el pan significa sacarle la cresta al otro en medio de la algarabía eufórica de parroquianos que quieren sangre y un caído. Puede ser también esta la metáfora de nuestro país, pero tampoco lo es. No tenemos héroes pugilísticos, solo un campeón mundial por dos semanas, ese que relata Ramón en Atrás sin golpes. Y no fue nuestro emblemático Martín Vargas.

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«El box es una historia que puede carecer de palabras, pero no de lenguaje; el round es una historia»

Por Viridiana Carrillo, escritora*

Texto de presentación del libro «Crujido de mandíbulas», de Carvacho Alfaro. Biblioteca GAM, Santiago, julio de 2023.

Viridiana Carrillo.

Al boxeo se llega, al igual que a la escritura, casi por desesperación, por saber que ahí donde no existe otra cosa que el cuerpo es este la única opción; sin embargo, como dijo Joyce Carol Oates, “la vida es como el boxeo en muchos e incómodos sentidos, pero el boxeo solo se parece al boxeo”. O como lo vimos en Million Dollar Baby, película de Clint Eastwood, donde el narrador dice que en el boxeo todo está al revés, porque en lugar de huir del dolor, como una persona cabal, se trata de ir hacia el dolor. Por eso el box no es la vida en sí, no es accidental, sino intención pura. Memoria palpitante. Esto lo sabe Renzo Di Mauro, cronista nocturno autor de Crujido de mandíbulas (Narrativa Punto Aparte, 2023), que transita el Santiago de los ochentas y sus barrios Matta, Quinta Normal, Mapocho, Estación Central, que adora la cerveza, el pisco y los perniles del Wonder Bar o del Quíntuple, donde se reúne con personajes que son memoria, atenta escucha, que fuma como endemoniado y tiene un corazón que también le pertenece a Alí, su perro.

Memoria, decía, una que es Tito Mondaca, amigo de Renzo, personaje entrañable y maravilloso como aquel que interpreta Guillermo Francella en El secreto de sus ojos y le revela al protagonista que los hombres pueden cambiarlo todo, pero no pueden cambiar de pasión. Y Tito, que fue boxeador, se confiesa como un escritor que desea escribir la historia del boxeo en Chile. Renzo le escucha atento y escribe.

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