El titubeo que fractura la realidad

Por Catalina Porzio*

portada-manual-para-tartamudosNo conozco a Gonzalo León más que por nuestra “amistad” en Facebook y por algunas referencias de amigos en común. De ahí que sepa algunos datos biográficos mínimos como que es chileno y lleva un buen tiempo viviendo en Buenos Aires. Por la misma vía he leído comentarios (o posteos) suyos que tratan de la emigración y de las relaciones que ha mantenido con chilenos y argentinos, tanto allá como acá. Pienso en la dedicatoria con la que abre su novela: “A los de aquí y los de allá”. Esa frase, que establece una distancia no solo territorial, me parece un signo de su propia condición que atraviesa todo el libro.

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Manual para tartamudos, el título de la novela de Gonzalo León, es también el nombre de un archivo desconocido que aparece inesperadamente en la pantalla de un computador cuando uno de los personajes está buscando el registro de una serie de cartas que se suponen guardadas allí y han desaparecido. La imagen de ese archivo, con ese nombre, que el emisor de las cartas ni siquiera se interesa en abrir, parece el rechazo a la posibilidad de encontrar una guía que “salve” un problema de comunicación: el titubeo que fractura la realidad.

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Como enuncié al comienzo, el tema que identifica esta novela epistolar es la extranjería, o la emigración voluntaria e involuntaria. Tres personajes o voces paralelas se van intercalando (a modo de interrupciones o “cruces”, como los llama León) a lo largo del libro con la marca de un cambio tipográfico que distingue, visualmente, al menos dos de las voces protagónicas.

Si bien cada uno despliega su propio relato, hay una historia común dada por ciertos puntos de coincidencia que hacen posible la interpelación de unos a otros, conectándolos.

Los tres personajes son extranjeros: un paraguayo de Filadelfia (Paraguay) que vive en Buenos Aires y se dedica a hacer tatuajes; un sacerdote gringo, Robert Lowell, ex fiscal del Vaticano que por mandato de la Iglesia ha sido recluido en un pequeño pueblo paraguayo, cercano a Filadelfia; y un chileno que también reside en Buenos Aires, y sostiene una correspondencia compulsiva con un emisor ausente que está en Chile.

(De estas cartas tomé fragmentos aleatorios que voy a ir intercalando en adelante)

El extranjero, por su condición, está siempre abandonado a un estado de extrañamiento: en distintas medidas y dependiendo de la experiencia, el país que lo recibe a la vez lo rechaza. Las circunstancias en  las que se inscribe le recuerdan su no pertenencia. No es raro, por ejemplo, escuchar que se les llame por su lugar de origen: “el chileno”, “el paraguayo”, “el gringo”, delimitando identidades.

“Todas las ciudades son insoportables si uno las piensa mucho, mejor es vivirlas, transitar por ellas, por sus bares, por su aire, por la lluvia, en fin, por su naturaleza” (…) pero lo que quería decirte en esta carta era que la naturaleza de esta ciudad es que lo raro, lo extraño, es norma.”

Sin necesidad de especular mucho, me imagino que lleva tiempo articular las nuevas condiciones de vida y sortear esa brecha que impone lo nuevo y por nuevo, raro: el barrio, las costumbres, la lengua, sobre todo esta última, ya que incluso hablando el mismo idioma sabemos que hay palabras, usos o modismos, y hasta un acento que cambia de país en país, y hacen balbucear. De algún modo, podríamos decir que se está siempre con un pie puesto aquí y otro allá.

“¿Usted es chileno? Las veces que me han consultado eso, que no son tantas pero valen igual, me han dado ganas de decirle: ¿Y se puede saber qué tiene que ver mi nacionalidad con un viaje en taxi o una cerveza?”

De vez en cuando al chileno que escribe estas cartas se le cuelan palabras como “placar” o “laburo”, que puestas en su discurso parecen dislocadas. En Chile no se usan, e inmediatamente las reconocemos como ajenas. Aplicarlas puede ser un modo, inconsciente o impostado, de mostrarse argentino ante su amigo, o un empeño por sentirse incluido en esta nueva nacionalidad.

“…usaban una jerga que los hacía más chilenos que los chilenos de Chile y estaban empecinados en resaltar su diferencia, en que venían de otro lugar,… en fin yo no los entendía y ellos me despreciaban porque aseguraban que había perdido el acento y porque saludaba de beso en la mejilla. Te has argentinizado, huevón,…”

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La novela hace un loop. Empieza y termina en el mismo punto narrado por dos voces distintas. Dos experiencias sobre un mismo hecho: el paraguayo, que por azar ha recibido un atado de cartas escritas por el chileno y decide entregárselas al sacerdote gringo, que en la escena final, habiendo recibido y leído las cartas decide darlas a conocer: “Recién llegué a la conclusión de que lo mejor será tratar de ordenarlas cronológicamente, quiero comprender esta alma, tal vez para que otros en un futuro comprendan la mía…”. En tanto, la abultada correspondencia que no llegó a su destino, siendo devuelta por la oficina de correos, revela el decurso de una experiencia fallida de arraigo.

Son 44 cartas escritas en un lapso relativamente breve de tiempo, entre el 2 de octubre del 2011 y el 24 de junio de 2012, que por su insistencia entendemos como un modo de mantenerse anclado al país de origen en la figura del amigo que allá permanece; y que por su sistematización y tono constituyen una especie de diario donde el protagonista va construyendo su propia experiencia de extranjería, que finalmente lo lleva al delirio, llegando incluso a poner en duda la escritura de las cartas.

“No puede ser, sé perfectamente que llevo meses escribiendo estas cartas, sino que además las he enviado a Chile, así que es imposible que todas hayan desaparecido o peor que nunca las hubiera escrito.”

Las cartas son un cuerpo unilateral, el receptor no acusa recibo, lo que exaspera al emisor que pierde el vínculo. Tanto la realidad de un otro-receptor como la posibilidad de su invención, a ratos parece ser un pretexto para articular un relato de vida.

“Desconozco los motivos por lo que te escribo esta carta. Las anteriores tenía una idea clara, pero en ésta no hay nada, es como cuando se oscurece acá antes de la tormenta. Ojalá no sea un presagio.”

Sin nombrar jamás a este amigo (lo que podría suponer un receptor ficticio), las primeras cartas parten encabezadas por fórmulas cariñosas y llenas de entusiasmo: “Estimado amigo” o “Amigazo”, justificadas por el optimismo del recién llegado:

“Aquí es donde vale la pena vivir. Son barrios que por lo general se resisten a cambiar o cambian más lento que los de la zona norte, que básicamente son como Chile, donde todo muta de un año para el otro, donde el bar de moda pasa de moda en nueve meses o menos, donde el café top se muda para encontrar mejor clientela y un alquiler más bajo.”

“Acá las cosas son distintas y soy como un niño observando todo, porque todo es novedoso, singular, nunca antes visto.”

“¿Te has dado cuenta de que cuando vas a un lugar nuevo lo primero que notas es un olor extraño o cuando te compras algo dices que tiene olorcito a nuevo? Bueno, ese olor, en ambos casos, es el aroma de la no pertenencia; uno nota el olor porque le es ajeno.”

A medida que las respuestas no llegan, la interlocución se reemplaza por “Mi muy entrañable” o “Querido ex amigo”:

“Cuando pensaba en las razones de tu falta de reciprocidad, fijé en mi mente la imagen de un grupo de cartas sin abrir, atadas con elástico, guardadas en algún cofre o placar (…) Cartas a la espera de ser abiertas…”

“No sé qué me motiva exactamente a escribir estas cartas; conozco algunos motivos (mantener el contacto contigo o con Chile, contar lo que ha sido de mi vida) pero no llego a determinar el principal”.

Hasta volverlo un sujeto completamente extraño en las últimas misivas: “Mi muy extraño”, “Extraño amigo” o incluso “Entrañable extraño”. Estos modos coinciden con el extravío personal. Las cartas empiezan a llenarse de interrupciones, palabras reemplazadas por “xxx” y tachaduras. Pierde la fluidez de la comunicación inicial. Se desmorona:

“Nadie acá sabe mi pasado. Hoy a nadie le intereso, ni allá ni acá, cosa que alivia. Y cuando has perdido tanto la fe como la patria, como yo ahora, el único alivio que te queda es el de la indiferencia, el de pasar inadvertido, como si no existieras o fueras una brisa imperceptible.” (…) “Soy un objeto que vaga por esta ciudad pero que podría vagar por cualquier otra…” (15 de mayo de 2012)

“…ayer vi en televisión a un tipo que explicaba su partida de Argentina y decía algo así que ‘lacanianamente’ hablando, cuando uno parte, se parte, es decir un porcentaje de ti queda en el país de origen y otro en el de destino.”

“No domino este país, ni menos esta ciudad, concluí, y enseguida comencé a llorar.”

Finalmente, el atado de cartas fue devuelto a su remitente por un error en el código postal. Una vez más salta la duda de que esta equivocación haya sido provocada, un tropiezo involuntario para llevar al límite la imposibilidad de su experiencia.

“No puede ser, sé perfectamente que llevo meses escribiendo estas cartas, sino que además las he enviado a Chile, así que es imposible que todas hayan desaparecido o peor que nunca las hubiera escrito.”

***

La carta, como la entendemos tradicionalmente, escrita a mano sobre papel, que tarda en llegar por estar sujeta a distancias territoriales y que arriesga la posibilidad de perderse en el camino, frente al uso de correo electrónico, parece un hábito bastante improbable o anacrónico.

En la novela hay contradicciones. Si bien las cartas fueron enviadas por correo ordinario (la misma oficina de correos al hacer la devolución manda una carta certificada que lo “comprueba”), fueron buscadas en el computador, lo que hace suponer que se escribieron allí. ¿Por qué no enviadas electrónicamente?

El editor del libro, un cuarto personaje que en notas a pie de página hace aclaraciones (y tal vez el único que no despierta sospechas), por una parte reconoce la ilegibilidad de ciertas palabras, algo que es más propio de la caligrafía que de la escritura tipográfica, pero, por otra, menciona unas manchas de vino en el papel…

“…la fidelidad del relato es una utopía a la que renunciamos todos alguna vez, especialmente si el recuerdo es doloroso o la experiencia es traumática.”

Sea como sea que hayan sido escritas las cartas, en el epígrafe se explica por qué el género de esta novela, hecha por un inmigrante, es epistolar: “La emigración impone distancias. Y las distancias imponen, por necesidad de contacto, la escritura de cartas”.

“¿Me crees algo de lo que he dicho?”

 

*Texto de presentación de la novela “Manual para tartamudos”, de Gonzalo León, leído en librería Metales Pesados Valparaíso 18.11.2016

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