Sueño y vestigios de una letra revuelta

Por Damaris Landeros*

Texto de presentación del libro «Letra revuelta. Literatura, imagen y espacio público en el estallido social», realizada en el Centex Valparaíso.

Hace poco más de tres años esa olla a presión que era Santiago (pero también Chile) dejó todo ese espeso y caliente guiso en nuestros techos.

Si se me permite lo autobiográfico (cómo escapar de ello cuando hace tres años estábamos marchando y experimentando en carne y hueso todo lo que vivimos) en ese momento estaba en mi pieza, acariciando la frente de mi hijo número 2, Dante, al que le estaba comenzando a subir fiebre. Tenía esa sensación que solemos tener los padres de que la noche será larga y el sueño poco. Ya estaba notoriamente embarazada de Eloísa, hija número 3, y me estaba quedando entre dormida, escuchando la televisión de fondo. De repente, un ruido me despierta y escucho en la tele que va a haber toque de queda, en la capital y el resto de Chile, producto de lo que había ocurrido con las estaciones de metro. No lo podía creer. Me preguntaba: ¿Cuánto tiempo fue que me dormí?… ¿realmente desperté?… ¿seré yo la afiebrada? Pero no era un sueño, una pesadilla o una invasión alienígena (tal vez sí, un poco esta última), sino la gran olla de porotos que fueron estos treinta años.

Hoy, Eloísa nació y es una hermosa e inteligente niña de dos años, Dante, irónicamente, está hoy un poco enfermo de nuevo, y luego del infame 4 de septiembre, parece que limpiamos mal los porotos de nuestro techo.

Después de tres años, creo que todos nos preguntamos por qué hablar de la revuelta después de este nuevo giro conservador (¿fue realmente un giro?) en los que emblemas de ese “Chile que no cambió” resurgieron desde las sombras, pienso en figuras como Shalper, Alessandri, Moreira, el sheriff Gaspar Rivas, et al, (no olvidar a Pancho Malo). Ellos en la actualidad han secuestrado la voz de esa supuesta “mayoría silenciada” que marcó rechazo. Por qué hablar de revuelta, cuando todas las consignas parecen erróneas y la vida que vivimos en ese momento parece ser un sueño. Eso, en cierta medida, es lo que se preguntan en su prólogo Nibaldo Acero y Jorge Cáceres y no puedo estar más de acuerdo con su mirada que más que romantizar la revuelta, la analiza y considerada como esa instancia, ese golpe, que suspende el tiempo histórico y abre un abanico de posibilidades. Esto es porque, a pesar de que sentimos que nada puede permanecer igual luego del 18 O, ciertamente podemos estar igual de mal o, incluso peor, que antes del 18 de O. El no volver a estar como estábamos (o incluso descender más a los infiernos) depende de nosotros y cómo decidamos jugar las cartas para cambiar las cosas y pensar otras posibilidades.

Pero este libro, más allá de ser una revisión de la revuelta como estallido, examina un producto que podría ser considerado lateral, pero que fue central en ese momento y lo sigue siendo: lo literario. Una literatura que estalla en su forma, en sus materiales de expresión y en sus espacios de circulación. En ese sentido, si podemos consensuar algo; octubre no hubiese sido el mismo sin Gabriela Mistral en clave feminista y libertaria, el famoso quiltro negro matapacos (reproducido artesanalmente en llaveros, pines, pañoletas, etc.), no sería lo mismo eliminando a tía Pikachú (que fue constituyente y parte de la lista del pueblo y hoy realiza un proceso de autocrítica a su desempeño en este espacio más elaborado que muchos otros políticos). También   y su hablo por la diferencia, Pareman, estúpido y sensual Spiderman y esa gran lista del deformado Marvel que circuló en ese momento. La articulación entre canon literario (Mistral, Lemebel, Violeta y Nicanor Parra, El Principito, Papelucho como íconos re-armados en nuevos tiempos), pero también escrituras rescatadas de los márgenes, pienso en Stella Díaz Varín o la lira popular (esta última, que aunque estudiada por Tomás Cornejo, Micaela Navarrete entre otros, sigue siendo un material poco trabajado en los estudios decimonónicos). Pero junto con canon y márgenes, existen una serie de exploraciones performáticas que manifestaron formas diversas de pensar qué es literatura. Con ellas nos referimos a lo realizado de delight lab (y analizado por María José Barros) y también Las tesis (cuántas no cantamos desde la ducha hasta la calle «y la culpa no era mía ni donde estaba ni como vestía”). Junto a esto, debemos sumar esas reapropiaciones del cómic o manga (no olvidemos esa hilarante investigación que realizó la tercera en la que se estableció la prevalencia de amantes de cómic y manga castro chavistas que habrían avivado las llamas de las barricadas) reapropiaciones que circularon en murallas virtuales y físicas, muchas veces, de forma casi simultánea. Junto con estas imágenes, circularon también los cánticos y vítores (Sonidos) que llenaron los rincones de la gran cantidad de ciudades del país (se me permitirá otro paréntesis, pero yo viví en Osorno o Chaurakawin como lo llamará en su texto la poeta Roxana Miranda Rupailaf y debo confesar que una de las imágenes más increíbles fue considerar que en ese lugar que no tiene ni siquiera feria artesanal para los turistas, el estallido había tenido una repercusión inusitada). Además de los ruidos de la comunidad revuelta, el movimiento de ella a través de la ciudad fue clave. Ella se organizó muchas veces virtualmente, pero recorrió a pie, marchando y corriendo del huanaco y los balines, lo marcaron una nueva relación con el espacio público en el que la ciudad plagada de No Lugares, cambia esa relación desapropiada a una nueva donde la comunidad habita y disfruta la ciudad junto a otros sin muchas de las regulaciones y mandatos que la urbe parece imponer. Ahora bien,  también marca, como dice en este libro Hugo Herrera, una relación con el espacio que transgrede los regímenes de distribución y circulación de los habitantes, prefijados por la no tan metáfora del torniquete, además de en el cántico “evadir, no pagar, otra forma de luchar” . En este ejercicio memorístico que significa reconstruir el pasado y como forma de resistencia al en apariencia tan simple olvidar, otras lógicas de transgresión de los espacios, en la ciudad que muchas veces parece inmaculada llamada Viña del Mar, mi compañero y lector de estas palabras, me recordó esas escenas hermosas que evocan fragmentos fantasmagóricos de ese pasado: Cómo olvidar la convocatoria “Los flaites pa Reñaca”, con el llamado a  llevar tu toalla de Felipito y melón con vino, seguidos de las cumbias más obscenas. Todo ello desembocó en muestras de clasismo/racismo más sucias que las cumbias que servían de telón de fondo y fueron encarnadas por John Cobin al disparar a los “alienígenas” del litoral.

Retomando, más allá de esos nuevos modos de comprender la literatura, las tradiciones y modos de expresión, no pudieron eludir la utilización y legitimización otras materialidades históricamente más validadas, pues como dicen los autores, “luego llegaron los libros”, y ellos fueron los que pretendieron recopilar los textos, pero también las imágenes y experiencias del estallido. A pesar de ello, y de que esta es una presentación de un libro, quiero que no olvidemos, que siempre antes, estuvo la palabra oral y escrita en los muros, ensuciando esas pesadas cortinas de metal que se colocaron frente a bancos, supermercados, malls y todo símbolo de “los de arriba”. Ese pastiche que eran palabras, lienzos, afiches, murales, collages daban colorido y llenaban de caos esa “realidad tan charcha” que muchas veces miramos con asco. Hoy muchas de esas cortinas han sido eliminadas (no todas, creo que todavía hay miedo) y muchas de estas intervenciones en el espacio público han sido pintadas encima, blanqueando aquello que pasó. Creo que muchas de ellas, sabían su destino y a diferencia del libro, no pretenden permanecer, sino que ser vistas, lograr que el espectador fije la mirada en aquello, sin pagar más allá del breve que el lector puede entregar desde la calle, sin más ambición que una foto que rescate aquello que sabemos será tapado tarde o temprano, sin más deseo que decir “estuve aquí”. De la misma forma que el cacerolazo no pretende ser un ruido eterno, muchos de estos mensajes son parte de este tiempo suspendido que parece haberse eternizado, e irónicamente, transmutado en cierta medida con la llegada de la pandemia. Eternizado, porque la ciudad “violentada”, rallada y caótica no cambió en pandemia, por el contrario, pareció más desolada por la ausencia de sus habitantes, pero esa misma ausencia marca una distancia que aleja a la comunidad o la obliga a replegarse a sus casas, donde desde esos espacios se organizan en un nuevo contexto.

Pero volvamos a la letra, ¿podemos pensarla como antes? Muchos de esos códigos compartidos no creo que puedan ser los mismos. Palabras como “Dignidad” o “Pueblo” ya no los podemos imaginar como antes, la misma Mistral es difícil pensarla sólo como “madre de Chile o viejita mal humorada” (haciendo referencia al texto de Acero y Geisse). Son códigos de una comunidad de lectura que a pesar de los intentos de borroneo, no creo (discúlpenme la candidez) puedan ser pensados de la misma forma. Y en ese sentido, este libro que se piensa como un análisis fijado en 3 apartados (literatura, imagen y espacios públicos) y presentado en 19 ensayos, evidencia los procesos de establecimiento de esas nuevas formas de mirar y conocer la realidad.

En cada uno de los ensayos, en menor o mayor medida, no sólo hay un trabajo que pretende constituirse como un Anarchivo a partir textos e imágenes (Des)organizadas de forma colectiva y comunitaria; experiencias, sensaciones y situaciones, acciones fundamentales que trata de retrotraernos a esos momentos que fueron antes, durante y después del estallido, acción que además permite delimitar, tensionar y seleccionar recuerdos que parecen alejarse o al menos, confundirse por el paso de los días y la interrupción pandémica.

En el libro, se logra organizar en cierta medida las experiencias de la revuelta, relato coral y complejo presentado de diversos modos en estas páginas. Pero, además para les lectores, esa acción les invitará a recordar y completar esas experiencias con las propias, mientras se mencionan los pasajes caóticos de esos días. Esta acción de recolección de aquello que pudiese pensarse efímero o de desecho, funciona en varios niveles, y uno de los más interesantes es el proyecto Archivuelta, plataforma virtual que persiste y se piensa como propuesta de articulación de territorios, miradas y perspectivas sobre el profuso material literario publicado en el espacio público durante esos y estos días. Acción colectiva que fija en un muro virtual aquello que muchas veces miramos desde la calle.

Finalmente, no quiero terminar esta presentación sin mencionar los nombres de les autor@s de estos textos, académicos, escritores e investigadores diversos que desde sus espacios recuerdan y nos invitan a recordar, pero también a jugar con modos de escritura y análisis que a partir del ensayo tensionan las lógicas del paper, tipología y tiranía textual. Ellos son: Magda Sepúlveda, Nibaldo Acero, Cristián Geisse, Jorge Cáceres, Patricia Espinosa, Ana María Riveros, Fernanda Moraga, Javiera Quintanilla, Roxana Miranda Rupailaf, Stefanie Massman, Luis Valenzuela, Javier A. P. Díaz, Jorge Sánchez, Hugo Herrera Pardo, María José Barros, Rodrigo Marilef, Diego Zamora, Jota Elmes Ramírez, Carvacho Alfaro y, finalmente, Isabel Plaza Lizama.

Todos escriben desde la urgencia, un sentimiento que es clave al momento de leer este libro. Pues cuando parece que ese tiempo suspendido paró y nos encontramos en los tiempos de las decisiones, nos gusten o no, creo que debemos recordar cómo son esos antecedentes de la revuelta, pero, por sobre todo, la revuelta misma, con sus miedos y alegrías. Esto, pues más allá del 4 de septiembre, quién hubiese pensado que ese 18 de octubre en la mañana iba a pasar todo lo que pasó finalmente, cuántos de nosotros hubiésemos tan solo imaginado el delirio que fueron esas marchas donde nos reencontrábamos con amigos y familia para abrazarnos y abrazar una posibilidad, un intersticio improbable. Cuántos de nosotros imaginamos el horror que ha sido el prolongado encarcelamiento de los procesos por ‘crímenes’ del estallido y los cientos de víctimas de traumas oculares, violencia física y sexual de parte de las policías, recordándonos traumas no tan lejanos y todavía quemantes en nuestra historia. Hoy no sé si me voy a despertar de este extraño sueño que realicé al lado de mi hijo afiebrado. Espero no hacerlo, nadie podría creer todo lo que vivimos.

*Damaris Landeros es profesora de Castellano y Doctora en Literatura por la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso.

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