El arte de la fuga

Por Cristian Opazo*

Con tres novelas —El corredor (2002), Desierto (2018) y Ruta (2021)—, Daniel Plaza (1968-) se ha consolidado como uno de los narradores chilenos que, con súbita delicadeza, cultiva un mismo arte: fugarse. Pero, ¿de qué se fuga un narrador, como Daniel Plaza, cuando se fuga? Repaso recortes de prensa y enumero sus fugas, primero, las que anteceden la ficción: la de El corredornouvelle premiada por el Consejo Nacional del Libro y la Lectura, enseguida, atesorada como “entrañable” por Álvaro Bisama, que circuló con la breve discreción del recado confidencial—; la de los dos manuscritos inconclusos que se pierden en los 16 años de silencio que suceden al El corredor y; la del escritor que trueca su nombre propio y, entre marzo y octubre de 2015, se pierde en su propio sótano para des-escribir El desierto. (Y, cómo no, la fuga  de la fábula del documental El corredor de Cristián Leighton que le debe mucho más que el título a la nouvelle homónima de Daniel y, también, la de la primera reseña literaria que escribí, sobre ese mismo texto, y que el editor de una revista académica recortó a 5 líneas seguidas de mis iniciales, C.O., porque, entonces, yo no tenía el grado).

Y, así como a mí se me fugan los chismes, a Daniel Plaza se le fugan sus personajes: el maratonista que por cada paso desanda siglos (El corredor) o las estrellas solitarias, nunca anónimas, que deambulan extraviadas por las ruinas de lo que antes, parece, fue el centro de un Santiago innombrable (Desierto). Sí, porque el arte de Daniel Plaza es el arte de fugarse, evadirse, evaporarse, largarse, marcharse, perderse —todas acciones reflexivas—; jamás, el de arrancar.

Insisto en estas acciones que se dicen como verbos pronominales —terminados con el pronombre reflejo se— porque los personajes de Daniel Plaza hacen del desplazamiento un arte reflexivo o, lo que es igual, un arte del desdoblamiento: en esta escritura, quien se aparta de la competencia (El corredor), de la patria (Desierto) o de la disciplina laboral (Ruta) despercude su aparato sensorial hasta oír el ruido ensordecedor de las costuras de los propios pantalones chirreando contra la ingle irritada por el roce. Así, este desdoblamiento reflexivo de los personajes/narradores de Daniel Plaza me lleva a afirmar que, en sus soledades, ellos consiguen hablar y oír, sobre los 20 mil Hertz, en la frecuencia del ultrasonido.

Desde esta posición, me aproximo a Ruta —novela de 93 páginas divididas en cuatro apartados compuestos por 12, 12, 12 y 10 entradas, respectivamente—. La primera señal que lanza una novela escrita en el registro del ultrasonido o, mejor aún, de lo ultrasensorial, es la portada —un acrílico de Giancarlo Bertini que muestra unas siluetas mínimas en medio de un paisaje de roja aridez—. El ojo busca con dificultad e intenta descifrar lo que, aunque apenas ve, le perturba. En su primera intervención, el narrador —omnisciente, pero encandilado— replica el registro sensorial: “[e]l punto luminoso destella inesperadamente junto a la ruta” (13). Lo que viene después es la percepción de hombre en fuga por rutas paralelas: por un lado, aquellas que lo alejan de la rutina (intempestivamente, renunció a su trabajo); por otro, aquellas que lo conectan con el recuerdo de una mujer extraviada tras una conversación a media tarde (Antonia). En cada ruta, el narrador describe los deícticos que, como chinches en un mapa, señalan las rutas: mientras las del recuerdo quedan delineadas por modorras que agobian como los tentáculos de un pulpo —la hipérbole es del narrador—, las rutas del presente se internan por una geografía de cerros gastados por relaves y embalses desperdigados como arrugas grises —otra figura del narrador—.

Penetrante como el ultrasonido, la voz del narrador es una onda que descree de individualismos: sigue al protagonista, informa de sus cavilaciones, pero las sobreestima. Nunca complaciente, el narrador deja en claro que la fuga del protagonista es una onda ínfima al lado de un paisaje que se fuga ante la depredación: playas a orillas de embalses con aguas grises, loteos con la fatídica tríada pasto-casas-piscinas, parcelas de agrado que sirven como campings, plantaciones de devoran las últimas vertientes, viñas que interrumpen corredores biológicos, malezales devenidos eriales de tanto servir como estacionamientos.

El trabajo territorial está hecho con la pericia del cartógrafo que ha ensuciado sus zapatos en las polvorientas aceras de los valles transversales. Su ruta contempla los siguientes hitos: acceso sur a la comuna de Combarbalá (ruta D71), embalse La Paloma (ruta D55)*, Monte Patria, Ovalle, La Serena, El Tambo, Vicuña, Pisco Elqui, Alcoguaz, Monte Grande. Y, con humor, el narrador también burla al lector, en especial, a ese que, movido por la lectura, lee con un mapa en el velador: cada cinco o seis referencias exactas, de esas que solo conocen los iniciados, se permite inventar una pista falsa, imaginar una intersección vial imposible (como el pasaje Elvio Gutiérrez de Combarbalá).

La frecuencia paisajística de esta novela está marcada unos versos de “País de la ausencia”, de Gabriela Mistral, que el narrador cita con afán en la décimo primera entrada de la segunda sección de la novela:

Me nació de cosas

que no son país;

de patrias y patrias

que tuve y perdí;

de las criaturas

que yo vi morir;

de lo que era mío

y se fue de mí.

En la novela todo desaparece. Desaparece, por ejemplo, la segunda estrofa del poema de Mistral, la que explicita la pérdida.

Perdí cordilleras

en donde dormí;

perdí huertos de oro

dulces de vivir;

perdí yo las islas

de caña y añil,

y las sombras de ellos

me las vi ceñir

y juntas y amantes

hacerse país.

El guiño —sutil ironía intertextual— habla de una prosa que reúsa adjetivaciones rimbombantes y que, en su lugar, se dedica a inventariar las materias que pueblan nuestras ciudades: serán estas las odas elementales del realismo capitalista, de Marx Fisher. En medio de una “vegetación escuálida e hirsuta”, se repite la misma serie: heladerías, bazares de objetos plásticos, hosterías, pensiones, hoteles, almacenes, cafés al paso, piscinas plásticas, gasolineras, casas prefabricadas y un largo etcétera. Y, en esta serie paisajística, a falta de adjetivos, materias, desechos, que son lo único que no se degrada.

Concluyo. Esta es la novela de un narrador generoso: un narrador que entiende que las figuras que fascinan se recortan con un paisaje que lo excede. Esta es una novela cuya única certeza es que somos puntos en la ruta: medio humanos, medio animales, como en el acrílico de Bertini que sirve de portada. Por lo mismo, esta es una novela que se lee como un mapa de esas provincias que extraviamos y que, a veces, responden a nuestros olvidos con una bofetada en la cara.

*Cristian Opazo es profesor asociado de la Facultad de Letras de la Pontificia Universidad Católica de Chile

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