Me demoré meses en decidirme. Me paseaba por la pieza como malo de la cabeza. A ratos me daba pánico pensar que, siendo manco, sería imposible empezar una búsqueda. Y me ponía a llorar. Fueron meses bien angustiantes. Gracias por el agua, está heladita. En algún momento no salía de la pieza porque pensaba que, si lo hacía, tomaría el bus al pueblo y empezaría al fin con las investigaciones. Entonces no salía y me quedaba dando vueltas en círculos por la pieza, escuchando una radio de esas que llaman del recuerdo. Miraba por la ventana de la habitación, a la que le decía mazmorra, y observaba la cordillera pensando en qué lugar estará mi hermana, dónde chucha estará. ¿La habrán matado en esa isla? ¿Se habrá escapado para desaparecer? No sé. Supe de personas que escaparon de Podestá, pero todos salían locos, mutilados. Alguna vez me buscó un tipo al que le decían “Pájaro” Artaya y me dejó nocaut. Me contó cosas horripilantes. Dijo que mi hermana se había enamorado de un capitán, pero después no supo qué pasó con ella. El tal “Pájaro” murió, lo estaban siguiendo, me dijo, eso me contó, que lo seguían. Yo pensé que estaba loco, y de hecho lo estaba, pero ahora sé que muchas cosas de las que contó eran ciertas, o eso quiero creer. Muchas cosas, qué sé yo, que la Isla Podestá había sido un campo de tortura terrible, el más terrible del país, y prácticamente todos los que llegaron allí fueron masacrados, no torturados, masacrados, y asesinados de la peor forma posible. Algunos pocos escaparon, pero desaparecieron, se convirtieron en espectros que deambulaban o aún deambulan por la ciudad. Espejismos, eso me dijo, esa palabra usó, porque no eran ya humanos, no tenían nombres, ni edad, ni familia ni amigos. Eran fantasmas por las calles. Y quizás eso le había pasado a mi hermana, se convirtió en un fantasma, en un espectro que ya nadie reconocía.
Lee aquí el capítulo «Mar», de «Isla Podestá», la más reciente novela del escritor iquiqueño Juan José Podestá