Por Úrsula Starke, escritora e historiadora del arte
Hace unas semanas atrás le presenté a Yuri Pérez un texto que había escrito a propósito de Mentirosa, el que titulé Las niñitas bien no leen a Yuri Pérez. El texto era un juego a partir del doblez: una crítica negativa de todos los puntos que convierten a su libro en una novela destacada, es decir, un reflejo en el espejo donde todo se ve al revés. Ese texto era, para mí, la única manera de poder abordar un libro que se me había transformado inasible desde un punto de vista empático –no pude leerlo como escritora- porque me había vulnerado desde el principio como lectora. Como lectora mujer. Y como una lectora mujer que he caído –más bien resbalado de bruces- en la trampa que Yuri Pérez ha puesto, la de fastidiar al lector.
No digo lo anterior desde una posición feminista militante, si no desde una posición femenina militante, que es muy diferente. Este es el primer punto que me preocupa de Mentirosa, el atrevimiento de Pérez de escribir una novela donde las protagonistas son mujeres bastante odiosas, demasiado perturbadas, pero a ratos inquisidoramente indiscretas. Son protagonistas espejos en los que nos podemos ver reflejados con tal precisión que asusta. Como dijo Pérez, o se ven descubiertos, o se ven ridiculizados, o patéticos cuando descubren que han estado en esa situación y no se han visto.
Bien, así y todo, en ese primer texto que escribí, la hablante, yo misma en el espejo, echaba mano de estereotipos humanos actuales de la misma manera que lo hace Pérez, sin miedo a transformarlos en personajes. Pero en personajes dobles reflejados en un juego de espejos infinito, donde es difícil identificar el original, la referencia cotidiana. Los personajes de las hermanas de Mentirosa son, efectivamente, estereotipos –la atea, la canuta- que se transforman en personajes con referencias identificables en la atea y la canuta que caminan por la vereda, que van al banco, que toman helado, pero tan emperifollados, tuneados, customizados, que se convierten en caricaturas reveladoras. Y estas caricaturas dicen mucho más de nosotros mismos que cualquier imagen seudo naturalista, seudo exotista o seudo marginal, que tanto adoran los escritores chilenos superventas que publican en editoriales multinacionales. Este es el segundo punto que me preocupa.
El juego incómodo que Pérez ha osado jugar, no ha dejado de remitirme una y otra vez al juego neobarroco literario latinoamericano, a sus estrategias y temeridades, a su genuina originalidad hecha de retazos, travestismos, mestizajes. Tampoco soy la primera en dilucidar un enlace entre Pérez y Sarduy, pero, si es un enlace sustentable en la teoría, poco me interesa, porque me quedo con el convencimiento decontructivista que el autor no existe, pues el libro se significa a través de su lector y su contexto. Y para mi, Mentirosa, es un magnífico artificio barroco, puro juego, montaje, apropiación, ficción. Creo que este es el tercer punto.
Finalmente, no puedo dejar de considerar que la movilidad de género en la que ha incurrido Pérez, desde la poesía hacia la narrativa, no es más que una pericia honesta de su parte, puesto que se ha declarado incompetente de hacer un poema bueno en años. Le agradecemos profundamente que no se haya puesto a remasterizar sus modelos poéticos que ya ha consolidado como concluidos en sí mismos, porque hubiera sido una táctica dramática de su parte y un mal ejemplo para quienes hemos fijado en él nuestro más sólido referente.
Poder contar con libros como Suite, Niño feo y Mentirosa refresca la monotemática narrativa nacional y aviva las esperanzas literarias que alguno de nosotros hemos depositado en el escritor Yuri Pérez como uno de los más importantes y sobresalientes del país.