Por Sebastián Schoennenbeck G., profesor asistente, Doctor en Literatura de la Universidad de Chile. Ponencia sobre la novela “ Mentirosa” ( 2012), de Yuri Pérez, Editorial Narrativa Punto Aparte. Expuesta en el encuentro «Cartografías e imaginarios de la narrativa argentina, chilena y mexicana reciente», Universidad Católica de Chile, 2014.
El escritor chileno Yuri Pérez publicó en el año 2012 una novela titulada Mentirosa. A través de un discurso delirante, desquiciado y, sin embargo, de incesante elocuencia, el relato deja entrever las fantasías y sueños individuales de dos hermanas provenientes de un mundo popular, poblacional y evangélico fuertemente marcado por una precariedad social, material y cultural. Pese a ello, la novela señala, según el crítico Cristián Gómez, una “distópica imposibilidad de ver otros horizontes” (15) No es casualidad entonces que la novela finalice con la alusión a un espacio que una de las narradoras identifica como una peluquería, pero que puede ser más bien una cárcel con múltiples puertas nunca conducentes a una salida.
Quisiera entonces detenerme en esta fisura de la novela: por un lado, la locura de las dos hermanas que asumen la voz narrativa dibuja ingenuamente un mundo de oropel, un mundo de fantasía soñado por el deseo y, por otra parte, el relato niega toda utopía, interrumpe un proceso de mejoramiento y de ascenso social. En suma, si la utopía, en palabras de Barthes, desbarata el paradigma, las fantasías de las hermanas, a través de un ejercicio connotativo que da lugar al descalabro, sólo confirman un orden fundado en la mercancía.
Este discurso distópico también se aprecia en el lenguaje que caricaturiza figuras históricas y del espectáculo chilensis. Tales figuras terminan alegorizando de manera degradada a una pobre nación. En este sentido, la novela cultiva un lenguaje paródico tal como lo ha indicado Cristián Gómez. Del mismo modo, podría estar trabajando también con un lenguaje carnavalesco cargado de altas dosis de humor, aunque la obra no nos asegura fiesta alguna.
¿Cuáles son los recursos o referentes culturales que las narradoras citan para construir sus propias ficciones y aquellos sueños que prometen, pero no cumplen, esa redención social tan anhelada? La respuesta está dada por el imaginario de cada una de las hermanas anónimas que van construyendo una bipolaridad con la cual finalmente la novela se presenta. En efecto, el crítico Marcelo Beltrand ha presentado el argumento de esta novela de la siguiente manera: “La historia que se relata tiene dos personajes en primera persona, como si estuvieran hablándole al lector, como si fuera la voz de un penitente en un confesionario. Mentirosa es la historia de dos hermanas criadas en una familia evangélica y pobre, las dos son abusadas sexualmente por el padre; una se hace atea y lesbiana, la otra, evangélica y finalmente, pastora de su congregación. A través de 4 capítulos, Yuri Pérez intercala las voces de las hermanas, convirtiendo cada versión en un punto de vista, si bien, una es atea y la otra evangélica, comparten los desvaríos casi excéntricos de sus vidas bizarras, donde los sueños de dejar la pobreza y cambiar la vida las llevan a romper con todos los límites morales”.
La hermana atea y lesbiana sueña con dejar la ciudad carente de glamour para irse con su hermana al norte y estudiar un secretariado bilingüe que les permitiría trabajar en un hotel y así ganar muchísimo dinero. La aspiración socioeconómica de la atea va de la mano con una aspiración intelectual. Por ejemplo, le gusta mucho el cine, pero detesta la producción cinematográfica nacional: “Prefiero pensar en cine, en escenas de películas y entrevistas a actores famosos. No chilenos, porque no tienen clase y se creen regios, idiotas. El único que merece mi respeto en Chile es Cristián de la Fuente. Su esposa, no: sólo vende ropa que trae de Miami. Y Leonor Varela, que es una diva. Quiero tener su estampa que destella, su sonrisa lésbica que me sacude el estómago” (23,4) Aunque personalmente no sé quién es la señora del actor Cristián de la Fuente, los nombres mencionados por la narradora atea son fácilmente identificables para un consumista de la cultura espectacularizada. De hecho, un alumno me ha comentado que si viese más televisión no tendría el trabajo de averiguar quién es la señora del actor que se dedica a vender ropa importada de Miami. De todos modos, la cultura cinematográfica de esta narradora es inagotable. A lo largo de toda la obra, aparecen nombres tales como Cameron Díaz, Angelina Jolie, George Clooney, James Cameron, Leonardo Di Caprio entre muchísimos otros. Al igual que el universo televisivo, el cine no es una variable menor en la novela. Según Marcelo Beltrand, “Mentirosa va construyendo una verdadera secuencia cinematográfica, donde los personajes estereotipados se repiten una y otra vez”. Por ende, la propuesta formal de la novela sería coherente con los géneros que cita. Pienso tan sólo en la última página de la obra, una vez que el capítulo final ya ha terminado. Aquí vemos una plana titulada “Créditos” que expone una información similar a la que apreciamos al término de una película. Los nombres que aparecen desempeñando las distintas funciones de la producción cinematográfica pertenecen al canon de la creación literaria y de la crítica. Por ejemplo, la dirección está a cargo de Teresa Wilms Montt así como la producción lo está a cargo de Gabriela Mistral y Manuel Rojas. La co-producción es de María Luisa Bombal y la co-edición de José Donoso. Los peinados fueron responsabilidad de Pedro Lemebel mientras el maquillaje fue obra de César Aira y Ricardo Piglia.
La apropiación de la cultura literaria es también otro mecanismo a través del cual la hermana atea va produciendo una identidad que supuestamente la diferencia del medio social del cual proviene. En este sentido es preciso recordar a Cristián Gómez, quien comprende el objeto de deseo de las hermanas como mecanismo de ascenso social. ¿Cuáles son las preferencias literarias del personaje? En primer lugar, ella reniega de la poesía chilena. En palabras dirigidas a su hermana creyente, afirma: “Los príncipes no existen, hermana, eso lo inventó un poetucho. Un poeta farsante. Aunque en la escuela nos digan que Chile es un país de poetas, no lo creo. Lo que menos hay en Chile son poetas. Existen sujetos que quieren serlo y escriben poemas con el afán de parecer intelectuales. Admiran a Benedetti, el que aflora en las tarjetas Village. Pero sólo son perritos que se emborrachan hasta quedar tirados” (37) Al recordar la visita de un grupo de poetas a su escuela, la narradora vuelve a afirmar: “Ninguno de los que leyó tenía la marca, pero venían con boina de poeta. Con pipa. Con zapatillas Converse. Vestidos de negro” (37) A su hermana creyente, pretende recomendarle las lecturas de la saga “Crepúsculo” y “El Código da Vinci” del cual opina lo siguiente: “puede parecer una trama ridícula para aquellos que leen a Nietzche, el que se las daba de filósofo y no era más que un esquizofrénico, pero es un deleite para gente como yo” (68) Con respecto a la narrativa nacional, su preferida es Isabel Allende. Al pensar en lecturas que podría recomendarle a su hermana, afirma: “Le voy a decir que leer esos libros es cool, que la gente te mira si los lees en el bus, que te da estatus frente al montón de chilenos ignorantes. No es lo mismo leer “Eclipse” que leer a Lemebel. No. Leer “Eclipse” en el bus es igual que leer a Isabel Allende en el metro. Si lees a Isabel Allende en el metro eres educada e intelectual. A ella la respeto, me alegra que le hayan dado el Premio Nacional de Literatura. Muchos reclamaron, pero por envidia, porque ella es un fenómeno. Por algo tiene sus libros traducidos a cuanto idioma existe. Además es simpática como yo, ella también finge ser intelectualmente arrolladora. En el fondo es súper ordinaria, como yo, pero sabe aparentar y eso lo valoro” (69) Al parecer, Isabel Allende es la única voz chilena que se salva del lapidario juicio de la hermana atea quien, a estas alturas, resulta ser una lectora infatigable: “Ojalá Lemebel nunca se gane el premio Nacional, tampoco Lafourcade, ni Skármeta, ni el minero Rivera Letelier, ni Pía Barros, ni Collyer. Menos el cuico posero de Fuguet, tampoco Gonzalo Contreras, ni los imitadores de Bolaño. Por ningún motivo Germán Marín o el pendejo de Bisama. Nunca Zambra. Jamás Yuri Pérez, porque entró al mundo de los novelistas chilenos por plata, se puso aburrido y gordo, más soberbio que Lemebel, más pelado que Skármeta” (70)
Otros referentes culturales a los cuales la hermana atea echa mano tienen que ver con el mundo de las marcas de ropa, de cosméticos, cremas y esmaltes de uñas. Por ejemplo, discrimina a un amigo debido a su forma de vestir supuestamente poco sofisticada: “él se viste como niño, por eso no me gusta. Tiene 50 años y usa ropa de adolescente, ropa de marcas deportivas. Nunca lleva puestos pantalones Dockers ni zapatos Jarman. Se viste como lo hacen en Miami. Como un cubano residente en Miami” (33)
En suma, a través del cine, la literatura y las marcas, ella va produciendo una diferencia con respecto a los demás de quienes no desea parecerse y, sobre todo, con respecto a su hermana quien, por ser creyente y evangélica, estaría existencialmente perdida. Dice la hermana atea: “Sé que nunca serás lesbiana ni laica, te falta clase, pero deja de ser tan ingenua” (43) Irónicamente, las apropiaciones culturales de esta narradora son muy ingenuas y precarias. Por un lado, la valoración de escritores, actores y cineastas atiende sólo los aspectos que guardan relación con la figuración mediática que la imagen les garantiza. De este modo, la baja calidad de un escritor tiene que ver con su forma de vestir, con que sea calvo o no lo sea, con su posición social o con la gordura o esbeltez de su cuerpo. Al mismo tiempo, el valor que se le atribuye a un artista o a un escritor dependerá del estatus que el receptor compra al consumir la obra en cuestión. Pero por sobre todo la ingenuidad y precariedad del universo cultural de la hermana atea radica en no saber establecer una diferencia y luego una relación entre una producción de masas y una producción que podríamos identificar malamente como “alta” cultura. Los saberes de la hermana atea son escasos y por eso mismo confunde los diferentes horizontes. En este sentido, la novela estaría reflejando invertidamente el imaginario de esta narradora, puesto que trabaja, al modo de la parodia o al modo del pastiche, no lo sé, con recursos de una “baja” cultura para finalmente ofrecer un artefacto de mayor interés y sofisticación.
El discurso de esta narradora acusa entonces una falta de gusto o de buen gusto, es decir, una falta de aquel mecanismo ideológico que permite al sujeto usar un producto cultural para situarse en una posición ventajosa socialmente hablando y, de paso, para construir una diferencia o distancia que excluye a aquel que carece de esta “competencia cultural” para utilizar la expresión de Pierre Bordieu.
¿Qué dice la hermana creyente? Su aspiración por una vida mejor desde un punto de vista social está cruzada no por referencias literarias o cinematográficas, tal como veíamos en el caso de la otra narradora, sino más bien por un léxico religioso muy abundante a lo largo del relato. No es casualidad que los cuatro capítulos sean titulados con expresiones bíblicas o de devoción. El primer capítulo se titula “Génesis”, el segundo, “Santo Dios”, mientras que el tercero y cuarto llevan por nombre “El éxodo de la pastora” y “Revelaciones”, respectivamente. Cristián Gómez ha definido la novela como un relato escatológico. Creo que su comentario puede leerse desde las dos acepciones del término. En lo que se refiere a las postrimerías de una vida ultratumba, el discurso menciona repetidas veces el infierno y el cielo. “Estoy en el paraíso eterno”, afirma la hermana evangélica al inicio de la segunda parte. Esta narradora se considera un profeta, una enviada que goza de una comunicación directa con Jehová. Todos sus actos moralmente reprobables son justificados en la medida que son una respuesta obediente a un mandato divino. En este sentido, el paraíso, como postrimería cristiana, está mediado por privilegios sociales: se goza del cielo en la medida que la hermana creyente, la elegida, mantenga relaciones sexuales con el Pastor de la Iglesia Evangélica. Dado lo anterior, lo sexual sufre de una nominación impertinente. El intenso deseo erótico de la pastora es descrito a través de un lenguaje religioso que la bendice, favorece y transforma.
Sin embargo, la segunda acepción del término escatología también opera en este relato que obsesivamente habla de los residuos del cuerpo. Cristián Gómez indica incluso que ambas hermanas padecen una manía por la blancura y la limpieza, valores que las distingue de las demás mujeres que acuden a la iglesia. Se trata de una limpieza doméstica y corporal que expulsa las suciedades que los cuerpos generan. De este modo, las hermanas, quienes se acusan de cochinas entre sí, construyen una imagen inmaculada de sí mismas.
Dado lo anterior, la hermana creyente logra dibujar, a través de su narración, un autorretrato. Las diferentes partes de su cuerpo son mencionadas, descritas y valoradas positivamente. En oposición a la hermana Riquelme, su archienemiga, la hermana creyente se presenta como una mujer esbelta y atractiva, capaz de seducir a cuanto hombre se le ponga por delante. Por ende, su propio cuerpo es recreado al modo de un locus que la libera al menos momentáneamente de la rutina doméstica, de las intrigas de sus envidiosas vecinas y de su aburrido y fétido marido a quien ha dejado de querer. Sin embargo, en su discurso desquiciado, este cuerpo joven y lozano se ve amenazado por la vejez, el cansancio, el descuido y la pérdida de unidad. No en vano, en el capítulo final, dice que el útero se le ha arrancado.
La representación de su propio cuerpo es también un mecanismo que la privilegia en la medida que excluye a los demás. Si ella es esbelta y bonita, las demás son feas. Si ella tiene un cuerpo proporcionado y con todas sus partes bien puestas, los demás padecen una fragmentación fisonómica. En este sentido, el desenlace del relato es una inversión de la imagen corporal que la hermana creyente dice tener. Para apoderarse de la Iglesia, ella asesina a su amante, el pastor, y lo descuartiza. Cada parte del cuerpo, cuidadosamente cercenada, será guardada al interior de un frigorífico, pasaje que es un gran guiño a una película de Pedro Almodóvar, un cineasta que no es del todo apreciado por la hermana atea. Este asesinato y descuartizamiento del cuerpo del pastor supone un triunfo social de la hermana creyente, ya que se apodera de la Iglesia y monta un café con piernas, otra parte del cuerpo, que le permite aumentar sus ganancias.
Tras haber asesinado al pastor y tras haberse limpiado la sangre pegada a sus uñas, la hermana accede a un glamour que no es más que la imagen que soñó de sí misma, una imagen que se compone gracias a su bagaje musical que comienza a operar en el momento del crimen y que no termina, sino hasta prácticamente el final de la obra: “Finalmente quedé limpia de polvo y paja. Enjuagué el piso y salí cantando una canción de Palmenia Pizarro. Ya era de noche. Y yo era Palmenia Pizarro, Ana Gabriel, Isabel Pantoja, Magdalena. Caminé por la vereda tropical. Siempre digna y con la frente en alto” (128)
Tanto la hermana atea como la hermana evangélica padecen de una cruel carencia: sólo aspiran al modesto glamour que sus ojos limitados alcanzan a soñar. No les da para más, porque, si bien he entendido la novela, el verdadero glamour no se compra o, al menos, no está al alcance de todos.