Por Sebastián Schoennenbeck Grohnert, Doctor en Literatura y académico de la Pontifica Universidad Católica.
La novela La muerte de Fidel podría ser definida como la simulación de un diario de vida. Los segmentos que componen las tres partes de la obra no están acompañados de encabezados que indiquen la fecha y el lugar de la escritura. Sin embargo, los lectores podríamos suponer que la narradora registra, ya sea diariamente o cada cierto lapso de tiempo no demasiado extenso, el proceso de agonía de su padre y, más tarde, su propia descomposición. Pese a estar travestida en un diario, este mismo proceso otorga a la novela un argumento o una trama, recurso que Juan Manuel Vial se dio el trabajo de exponer en la crítica periodística dirigida a la obra de Yuri Pérez.
Plantear la novela como una simulación de un género referencial como es el diario de vida nos permite derivar en una serie de observaciones, desde luego cuestionables y discutibles, que me gustaría compartir con ustedes.
En primer lugar, la simulación nos sitúa en un ejercicio verbal que podríamos vincular al barroco y, más específicamente, a lo que Severo Sarduy identificó como neobarroco. Es decir, el relato exacerba sus apariencias y disfraces, porque la novela, como género discursivo, carecería de una particularidad esencial que la defina e identifique. En este sentido, me parece iluminadora la afirmación de Úrsula Starke quien identifica la narrativa de Yuri Pérez en vinculación con la poesía, la prosa poética y el barroquismo.
La obra va presentando una serie de derivaciones polarizantes o de inversiones degradadas que podrían identificarse como contrastes al modo de un claroscuro tan propio del barroco. Por ejemplo, el padre ha sido, entre otras cosas, un chef, es decir, supuestamente ha ejercido un oficio cuya garantía reside en la sensibilidad del paladar y de la lengua, órgano que más tarde será destruido por el cáncer. A su vez, si el padre era un chef, la hija, por el contrario, degustará colas crudas de ratones y se someterá a una dieta absurda con un efecto atroz de adelgazamiento.
Sin embargo, la inversión o derivación polarizante más visible, a mi modo de ver, es el claroscuro que estable la oposición vida/muerte. Este supuesto diario de vida ha derivado más bien en su contrario: un diario de muerte, el registro diario, semanal, mensual o anual, da lo mismo, de la agonía y su consumación. No en vano, la escritura poética de la novela cita Diario de muerte del poeta Enrique Lihn. Esta cita no es cualquier cita. Se trata de una cita apócrifa: a modo de un epígrafe excesivamente largo y, por ende, poco convencional que antecede la segunda parte de la obra titulada “La Mistral chica”, el poema de Enrique Lihn titulado “No te desasosiegues” aparece transcrito en prosa, es decir, el copista no ha respetado los versos libres del poema original. El resultado es una prosa poética un tanto irónica: se alcanza la cima sublime de esta prosa poética a través de un ejercicio de copia falseada que altera el original. Creo que se trata, insisto, de una ironía dirigida a todos los lectores y lectoras que hemos hablado, en primera instancia, de una “prosa poética” en La muerte de Fidel. El poema de Lihn transcrito en prosa arroja ciertas luces que nos permiten profetizar el estado económico y el estado de salud de Agustina, la narradora. El poema de Lihn habla de poetas disminuidos, voces verdaderamente poéticas tal vez opacadas por otros poetas tales como Homero y el mismo Neruda. Comparado con los novelistas buenos y con los novelistas millonarios, el (verdadero) poeta es entonces figura de degradación, precariedad, enfermedad e inutilidad en un mundo cuya ley no es la de la poesía, sino la de los hommes des équipages tal como el mismo Lihn lo afirma, al modo de Baudelaire, en “Todavía aleteo”, otro poema de Diario de muerte muy en consonancia con “No te desasosiegues”.
Retomado el tema de la simulación discursiva, podríamos también pensar, como segundo punto, que esta novela travestí es análoga al travestismo narrativo del autor, o sea, Yuri Pérez, poeta hombre bien hombre, disfrazado de Agustina, narradora desquiciada. Todo un juego de simulación y transformación que Úrsula Starke, apoyada en datos biográficos con los que yo no cuento, reconoce directamente: “Agustina es Pérez. Y este libro es una biografía, no una novela. Agustina/Pérez no sublima nada . . . Entonces, la trilogía que comenzó con un niño feo y siguió con una mentirosa, termina con Pérez travestido y más poeta que nunca, aceptando el fracaso total de su narrativa” (Starke)
Tercer punto: una novela que simula un diario de vida o, si aceptamos la hipótesis de Úrsula, una biografía. En el fondo da igual, la novela simula un género referencial, es decir, la novela aparece como un texto no ficcional donde el autor o la autora coinciden históricamente con el narrador o la narradora. Es esta supuesta referencialidad la que otorga verosimilitud a un texto que no es más que el monólogo delirante de una desquiciada. En La muerte de Fidel, la locura y la pesadilla son una posibilidad que el relato actualiza como si fuera algo verdaderamente real. Tal vez razón tiene Juan Manuel Vial al reconocer en la obra de Yuri Pérez una familiaridad con el realismo: “El realismo sucio y las fuertes dosis de delirio no son, por lo general, fuerzas fáciles de congeniar en una misma narración”. Al realismo y al delirio, yo agregaría algunas cuotas de humor, efectos de lo absurdo que todo desquicio supone. Creo que la obra cabe dentro de la categoría del realismo entendiendo este término bajo más de una acepción. En efecto, la pluma realista ha recurrido en muchas ocasiones a la descripción exacerbada del cuerpo, de sus residuos y de su descomposición. Aunque aquí no hay un modelo científico que ampare la descripción fisiológica, como sí fue el caso de Flaubert cuando detalla los efectos del veneno en Emma Bovary, la novela de Yuri Pérez da cuenta una y otra vez de tales fenómenos. Así lo reconoce Patricia Espinoza al inicio de su crítica periodística: “desechos humanos, purulencia, heridas malolientes, cuerpos retorcidos, enfermos: todo eso prolifera en La muerte de Fidel”. Este mismo título nos remite también a una gran obra del realismo ruso. Pienso, desde luego, en La muerte de Ivan Ilich de Tolstoi, donde también se narra la agonía de un hombre. El título de la novela de Yuri Pérez también remite a contextos de producción literaria que traspasan el realismo decimonónico y nos sitúan en el ámbito de la experimentación narrativa del boom hispanoamericano. En efecto, el título de Yuri Pérez hace eco de La muerte de Artemio Cruz de Carlos Fuentes. Pero también el título La muerte de Fidel dialoga con un campo literario más actual y local, pero ni tanto tampoco, con La muerte de Montaigne, título de una novela de Jorge Edwards.
Cuarto punto: al ser identificada como el discurso de la locura, esta novela cobra lazos de filiación con otros relatos que ya forman parte de una tradición hispanoamericana y chilena, reclamando así una paternidad o maternidad literaria ya media perdida. En primer lugar, pienso en las palabras delirantes de Susana San Juan, un personaje que ha perdido el seso y que, como ustedes saben, pertenece a la novela de Juan Rulfo, Pedro Páramo. “Tengo la boca llena de tierra”, dice Susana San Juan durante una conversación que establece con el Padre Rentería, un ágil y desgarrador diálogo en el cual las intervenciones de cada interlocutor son muy breves, un diálogo, de hecho, similar al que Agustina establece con su papá al final de la primera parte del relato. El intertexto entre los parlamentos de Agustina y de Susana San Juan padece de gran densidad. Si Susana tiene la boca llena de tierra, Agustina, de modo similar, confiesa: “El tercer día tuve convulsiones y vomité tierra de hoja porque me sentí un jardín de amapolas” (164). Como veremos más adelante, la fragmentación del cuerpo de ambas mujeres altera también la estructura del lenguaje verbal, descentrándolo y desplazando su significado. Con respecto a una filiación en un ámbito chileno, pienso desde luego en El obsceno pájaro de la noche de José Donoso. ¿No es acaso esta obra el discurso confesional dirigido a una monja, la Madre Benita, por parte de un mudo marginal, delirante e imbunchado en un encierro que el poder perpetúa? Es cierto que Yuri Pérez no nos presenta una polarización de clase que aparece tan marcada en Donoso y que Marcelo Leonart ha retomado no hace mucho en Lacra. Sin embargo, el ambiente de precariedad y marginalidad no da tregua a lo largo de todo el relato tal como ya lo apreciamos en Niño Feo y sobre todo en Mentirosa. Creo que la subjetividad marginal se produce en la enunciación de la locura, una palabra deportada por la razón, el gran valor de la modernidad, que no es oída ni por la comunidad nacional ni tampoco por la comunidad familiar. El vínculo alegórico entre nación y familia ha sido tratado hasta el cansancio y aquí, si la familia es un núcleo apátrida o un núcleo sin cabeza, la comunidad nacional aparece como discurso excluyente cuyo resultado es esa voz marginal que no suena: “No puedo levantarme de la cama, me he visto obligada a mirar la televisión todo el santo día. En las mañanas veo los programas que muestran las últimas desgracias de un Chile que cada vez se parece más a una ribera de serpientes” (144) Nuestro país, largo y flaco como una serpiente, mediado por una televisión perversa, es fuente de un consuelo siempre incumplido. Incluso el Himno Nacional de Chile sufre de una especie de desterritorialización al ser presentado con una serie de palabras provenientes de distintas lenguas dando lugar a un discurso ininteligible. Algo similar sucede con algunos íconos religiosos o seculares muy identificables con un comunitario sentir patrio. Durante uno de sus últimos delirios, Agustina confiesa: “Y fui virgen, la única virgen de Chile capaz de tener sexo sólo a niveles intelectuales” (171) Esta afirmación podría entenderse literalmente en el sentido que la narradora marca una exclusividad con respecto a su virginidad, pero también puede interpretarse como una sustitución de la verdadera Virgen, es decir, la Virgen Patrona de Chile. Su identificación con la Mistral, “La Mistral Chica”, tal como lo indica el texto, también podría indicar una degradación de la poeta nobel como ícono nacional. Recordemos tan sólo algunos epítetos tradicionales atribuidos a su figura: “Bienhechora de la lengua castellana” o “Santa Mistral coronada”, nos dice Violeta Parra en su canto a lo divino. Por último, la nación, como utopía invertida, se presenta a través de un recurso intertextual que pone nuevamente a Lihn sobre el tapete: “También me dan deseos de salir del horroroso Chile, de pisar por tercera vez el aeropuerto de Barajas y de quedarme ahí, a vivir, cerca del bar más cercano a la Policía Internacional” (35) Este pasaje, que trae a colocación el poema de Enrique Lihn titulado “Nunca salí del horroroso Chile” del libro A partir de Manhattan, muestra al país como una cárcel o un patio cuya característica principal es el encierro.
La degradada relación alegórica nación/familia también se manifiesta espacialmente en las descripciones de la casa del personaje ubicada en la comuna de San Bernardo: “La casa es un vertedero donde sólo hay trocitos de mi carne, escamas, yo diría. Las baratas están por todos los rincones y a veces alcanzo a verlas cuando llevan en la boca mis restos de piel muerta” (156) El discurso distópico niega a la casa la promesa de ser un hogareño espacio de contención. El sujeto se desdibuja en la casa, perdiendo toda sujeción a un orden que, para bien o para mal, nos salva de la locura. La inversión de la casa u hogar en vertedero es tal que incluso sus ventanas dan a un paisaje que niega la promesa de un país, de una patria, de una utopía: “Sin quererlo, los ventanales de mi habitación se han transformado en una copia de un paisaje de Monet ampliada al doble. Claro que aquí no prevalecen los tonos verdosos ni celestes, aquí está el lado enfermo de Monet, el azul espeso de Monet, el concepto de serie donde la iluminación de las escenas varía disimuladamente sin perder el rojo como color sustancial” (152)
Para terminar, comparto un último punto de lectura: la relación Cuerpo-Texto. Parte de la teoría feminista se ha referido a un cuerpo que, al ser elocuente, es también texto. En La muerte de Fidel, el cuerpo referido por la escritura cubre y ocupa gran parte de las páginas del libro, revelándonos toda una “lamentable situación molecular” (169) para utilizar las mismas palabras de la narradora. Aquí, el cuerpo es la primera señal del malestar del sujeto. Un cuerpo, ya sea el del padre o el de la hija, que sufre y es ese sufrimiento permanente y lacerante el que fragmenta nuestra naturaleza corporal. En el caso de Agustina, su delirio narra cómo ella misma va amputando las extremidades de su cuerpo, dando lugar a “excesos escatológicos” tal como lo indican Carlos Peña y Lillo Herrera. En este sentido, el pasaje en el que el personaje femenino se cercena una extremidad con un serrucho es atroz, pese a una ruptura de la ilusión de realidad o de lo que se ha llamado el pacto ficcional. La fragmentación del cuerpo no puede comprenderse sin la fragmentación que el lenguaje padece en esta novela. El discurso de la loca disuelve y desperdiga toda significación lógica, poniendo en jaque al Logos falocéntrico. De este modo, cuerpo y lenguaje ya no son fuente ni garantía de identificación. El sujeto pierde así su máscara y revela dramáticamente su esencia, su esencia mortal: “Soy un pedazo de carne que está siendo devorada por gusanos de cementerio que entran a través de mi nariz” (165) La novela es sin duda formidable, porque revela al gusto de la metafísica la naturaleza profunda o la esencia del sujeto. Este, más allá del disfraz, es decir, más allá del lenguaje, es cadáver. Cara Data Vermis: cáscara dada a los gusanos. La contracción de la expresión latina (y que da lugar legendariamente a la palabra cadáver) es iluminadora con respecto a la confesión de Agustina que recién escuchamos.
Esta es la razón quizás por la cual el discurso de la loca poeta tiene una gran vocación hacia el silencio, un vacío ante el cual la escritura barroca de Yuri Pérez se horroriza. El silencio entonces explica la frustración poética y el consecuente anonimato de Agustina: “no le temo a la literatura. No le temo a la poesía. No le temo a mi anonimato eterno” (168) La vocación literaria de Agustina, que descansa sobre un lenguaje meta-literario permanente a lo largo de todo el libro, está destinada a un silencio elocuente al revelarnos la suspensión del cuerpo y de la palabra poética donde una subjetividad pudo haber sido visualizada.