Por Emiliano Fekete, publicado en Loqueleímos
En una isla y un tiempo indefinibles, con registros claros de un presente ucrónico o de un futuro cercano y cierto tufo rioplatense, Aníbal, el dueño del castillo que domina el puerto principal, compra una partida de esclavos. Entre ellos, al protagonista de Gracias, esta nouvelle que tiene pocas ínfulas pero a la que no le faltan simbolismos.
Este protagonista sin nombre, quien cuenta su propia historia, es tomado por Aníbal como su esclavo doméstico, categoría singular de la esclavitud donde el «yo» del cautivo se funde con el «tú» del amo para volverse un «nosotros» tan simbiótico como perverso. Esclavo este que vive bajo el mismo techo que su amo, goza de sus comodidades, come de sus sobras y hace más o menos lo que le venga en gana siempre que cumpla con los dos deberes para los que parece haber sido adquirido: uno implícito, el de ser depositario eventual del humor sádico de su dueño; y uno explícito, el de ejecutar en los galpones del castillo una serie de labores abominables que nunca se describen:
Entré y sentí ganas de llorar al entender lo que se me pedía. Me arrodillé en el suelo, apoyé la cabeza contra la tierra y canté, en voz alta, la única plegaria que había aprendido de chico: “Por favor, Dios, ayúdame a superar las incongruencias”. Cuando terminé de rezar me sentí un poco mejor y me dispuse a trabajar como un cerdo en medio de la putrefacción. Al principio iba muy lento, asqueado por el olor; dos o tres veces vomité y creo haberme desmayado una o dos veces. De a poco, sin embargo, me fui olvidando de lo que hacía y empecé a actuar mecánicamente.
Los actos mecánicos y los reiterativos, tanto del protagonista como de su entorno, no por azar son moneda corriente en Gracias: junto con la falta de libertad y el desamparo ante las iniquidades y aberraciones de los amos, el automatismo es también un símbolo palpable de la esclavitud. Y el protagonista acepta este símbolo con pasividad, tomándolo desde el vamos como propio, como es esperable en un buen esclavo doméstico. Ejemplo de ello es la descripción, con ligeras variaciones y casi recitada como una letanía, con que el esclavo inicia cada jornada:
Al otro día, me desperté y vi el desayuno en la mesa de luz. Acerqué la mano a la pava y noté que estaba caliente. Me levanté y abrí la ventana. El día era agradable, ni caluroso ni frío, y el puerto estaba en plena actividad. En el límite entre el cielo y el mar, la Marina entrenaba a sus marineros en el disparo del cañón.
Nada parece desviar al esclavo doméstico de su apatía, ni las humoradas de Aníbal, ni los abusos a los que este somete cada noche a la esclava Nínive, ni siquiera la faena atroz que debe cumplir en los galpones, por la que se asquea, se compadece y se indigna, pero que no se atreve a abandonar. Aunque estos son justamente los engranajes que harán que el equilibrio precario al fin estalle, arrastrando al protagonista, a pesar suyo, a encabezar con éxito una revuelta de esclavos.
Lejos de sacudirse su condición de títere ante la acción revolucionaria, el protagonista la reafirma, resurgiendo así el automatismo: si provoca la revuelta, no será siguiendo una serie de acciones planificadas, sino por su propia inconciencia y el acicate de otros; si es elegido líder, no será por mérito o deseo propio, sino porque otros tan improvisados como él decidirán ponerlo allí; si la revuelta tiene éxito, será un poco por azar y otro tanto gracias a las raíces alucinógenas que consumirán los libertos en cada batalla. Y justamente, la única decisión que toma luego de mucho meditarla —quemar los galpones del castillo para borrar la infamia escondida allí y su recuerdo—, terminará provocando una nube de humo y cenizas que lo perseguirá donde vaya, arrasando en el camino con seres y cosas.
Las facetas de Gracias, donde la crítica cae sobre la esclavitud tanto como sobre el esclavo, y también sobre esas revoluciones que se traicionan a sí mismas y sobre los revolucionarios de cartón, esos del ideal enclenque y la inclinación a ir donde la veleta señale, los tontos bienintencionados a la manera de Fielding Mellish, el personaje de Woody Allen en Bananas, la hacen una novela de interpretaciones múltiples, que no hace concesiones al presunto más débil ni se arrellana en la comodidad de lo políticamente correcto. Y si hay que encontrarle el pelo al huevo, también lo hay: en algunos diálogos, aunque no todos, Katchadjian abusa de los cortes abruptos en las oraciones y, claro, de los puntos suspensivos. Pero es eso solo, un detalle muy pequeño, como una nube ignominiosa de humo y ceniza.