El endemoniado de San Bernardo

Por Luis López Aliaga
(Publicada en la revista literaria 60 watts http://60watts.net/2010/10/critica-nino-feo-2/)

No sé si Yuri Pérez leyó a Foster Wallace. No sé y no importa. No sé por qué nombro a Foster Wallace. O sí. Sí sé. Por la broma infinita, la idea, sólo eso, una broma infinita que atraviesa “Niño feo” de principio a fin, un juego doloroso, una parodia, una parodia infinita.

Obras que se burlan de otras obras utilizando los recursos de esas mismas obras de las que su burlan. Se burlan de esas obras, de los autores de esas obras, de las generaciones que produjeron esos autores, de los críticos que creen en esas generaciones y así, infinitamente. Es un ejercicio de desmantelamiento, pero también de opinión, de opinión crítica.

Hablemos de lo lindo, del imperio de lo lindo, la gente linda, buena onda. Hasta los locos son ahora locos lindos. Lindos, limpiecitos, la higiene propia de un spot publicitario. Ernesto, el narrador, el niño feo, siente en cambio un deslumbre por la caca. Le gusta ver la diarrea que sale de su cuerpo y se arremolina en el excusado. Es una fijación, pero también una opción preferencial, una denuncia.

“Toda la patria está llena de feos”, constata. Podría ser una buena conclusión para el Bicentenario, el eslogan que faltó: lo imagino escrito con luces de neón bajo el anuncio de champán Valdivieso, en la calle Rancagua, la botella que se abre, las burbujas que estallan para iniciar la fiesta: “toda la patria está llena de feos”. La mayoría subyugada por la convención de lo lindo, por aquellos que aún no aceptan que se les pasó la hora, los déspotas ilustrados o las vanguardias iluminadas, según el lugar ideológico que ocupen. Se juran lindos, únicos, especiales. El poder y su brazo escrito, siempre juntos.

Pero este niño feo encuentra que “la ordinariez del chileno es espantosa” y, acto seguido, se solaza escuchando las rancheras de Paulina Rubio. Es la navaja más filuda, con ella deja su marca, saca pus, sangre, y esculpe la obra; un recurso recurrente y eficaz en el empeño paródico: la paradoja. Se despotrica contra los símbolos bastardos de la cultura popular y a la vez se gozan, se les rinde homenaje.

Así también en el lenguaje. El niño ya grande, Ernesto, es un tuerto “feliz y desdichado”. La francesa de una revista, su amada, es “asquerosamente fina”. Pienso en un tema de Hernaldo, centroamericano como Arjona, un tema de mi adolescencia encendida, el desgarro de tener al frente una chica “insoportablemente bella”. Pero pienso, sobre todo, en Francois Villon, bienamado por todos, negado por completo, maestro de la autobiografía y de la paradoja: “De sed muero cerca de la fuente/ tirito de frío en medio del fuego/ extranjero me siento en mi patria/ y siento escalofríos junto al brasero”. Asesino, borracho, ladrón y religioso, Villon fue precursor de la figura del poeta maldito, figura también parodiada por el niño feo. “Fascista, pacifista y occidental, con el favor de San Expedito, en quien tampoco creo mucho”, se define Ernesto.

La paradoja abre, literalmente, el libro de Yuri Pérez. El primer golpe de luz, la primera imagen: el niño que dibuja mariposas en la puerta del regimiento. Es una bella paradoja. Dos mundos, dos estéticas que se contradicen, que chocan y expelen un destello de verdad impronunciable. Pero es también parodia de la novela de iniciación literaria, la mitología del elegido, del tontito de extrema sensibilidad nacido para la poesía, el inútil que dibuja mariposas en la puerta del regimiento. Contra la idea romántica de la inspiración, este niño feo no inspira ni confianza. Lo dice él mismo: ni siquiera inspira lástima. Pero carga con el peso anómalo de la señal sobre su frente, como Hans Giebenrath, el protagonista de Bajo las ruedas, de Hesse, la misma pulsión de muerte trasplantada a San Bernardo: “Dan deseos de salpicar la autopista con trozos de carne, para que los frutos de la niñez maduren bellos en los muros de contención, hasta formar un árbol tremendo y frondoso que excite a los taxistas”.

El niño conversa con su gallina metafísica, Silvia Ester, y tiene a Cristo y a César Vallejo en ambos flancos de su cama. Consecuentemente, se emborracha con licor de menta para celebrar su cumpleaños, solo, debajo del arco de una cancha polvorienta. Niño feo, tonto, solo. Un mártir. Es generacional, sin duda. Yuri Pérez pertenece a una generación martirizada. Pensemos en el papi. El maltratador, el de los bandos brutales, el que admira a Tarzán. El papi que es como el gato de la casa que se roba los huevos y se los come, que duerme y ronca con “suavidad diabólica”, que come porotos con longaniza, que caga donde se le da la gana, que deja todo contaminado con su miseria. El tirano metido en la propia casa.

El niño es medio santo, pero el mundo de entonces, los horrorosos años ochenta, sólo ve en él las señales del mal. Él mismo siente el mal metido dentro. Todo se confabula en su contra. Es la misma operación del presbítero Raimundo Zisternas contra Carmen Marín, registrada en “La endemoniada de Santiago”, documento del siglo XIX rescatado recientemente por Patricio Jara. La misma confabulación, la incomprensión macabra. Hay un momento clave en la vida del niño. Una ceremonia mística, alucinante. Un día queda sólo frente al televisor nuevo (su madre ha ido a comprar ají verde a la feria). El televisor está apagado y él lo escupe. Entonces se produce el prodigio: ve a Dios, ve a la mujer francesa, logra meterse dentro -del televisor y de la mujer francesa-, habla en lenguas. Las señales son inequívocas: se ha convertido en un endemoniado, es el endemoniado de San Bernardo. El veredicto de la ciencia es claro: esquizofrénico y patán, le dice el siquiatra del pueblo. Y también el de la religión: es producto del diablo, dice la monja Teresa.

Pero la parodia no se queda ahí, en el proceso iniciático. El niño crece y, lejos de ser una celebridad literaria, se convierte en un viejo sin dientes, con las encías sangrantes, tuerto primero, ciego finalmente. Es el destino, la condena: terminar en una pega de media jornada en la Biblioteca Nacional, mamando del oficialismo. Nada de mitología, del falso glamour de la leyenda. Ernesto nos dice la dura, nos muestra el punto fatal de llegada: “no me avergüenza”, dice. La ceguera, a su vez, es producto de una acción de arte, una performance y un ritual que, una vez imaginado y escrito, se vuelve real: el niño feo, el elegido, deviene en viejo ciego y, en más de algún sentido, sabio: “un fantasma amante del libre mercado”. Tampoco el tema de la trascendencia se lo traga. Sólo aspira a ser enterrado en un lugar donde la muerte sea algo anecdótico. Irak, por ejemplo. Es más o menos el mismo anhelo del Huidobro de Sino y signo, ya mirando la muerte de cerca: “olvidarme de todo y que todo me olvide”.
Así, el ejercicio de desmantelamiento completa el ciclo. El proceso de la escritura ha sido sometido a la parodia desde su origen hasta su desenlace. La estación terminal es un libro “inconexo, raro, brumoso e inclasificable”, este libro, “Niño feo” (Narrativa Punto Aparte, Valparaíso, 2010) que se termina de escribir ante nuestros ojos, en el campo, mientras se siembran papas y cebollas.

* Luiz López Aliaga, escritor chileno, autor de «Cuestión de astronomía», «Fiesta de disfraces», «El verano del ángel» y «Bazar Imperio».

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