Por Ainara Mantellini. Publicado en revista cultural Suburbano, Miami.
El escritor ¿chileno? ¿norteamericano? Gonzalo Baeza nació en los Estados Unidos. Aunque ahora reside en Virginia, ha vivido la mayor parte de su vida en Chile.
Gentilmente nos hizo llegar a Sub-Urbano una copia de su recopilación de cuentos La ciudad de los hoteles vacíos. Es el propio autor quien nos presenta su publicación como un conjunto de cuentos, como si lo que vamos a leer se trata de una antología de relatos breves independientes. Sin embargo, nos encontramos con un entramado de relatos en su mayoría protagonizados por el mismo personaje (un inmigrante chileno) en diferentes momentos de su estancia en los Estados Unidos. Hasta los relatos que no cuentan la historia del inmigrante tienen de alguna manera un tema en común, ya sea la percepción que tiene el americano acerca de los que emigran a su país o bien, las andanzas no siempre tan ejemplares de los que cruzan la frontera.
Pero este conjunto de relatos es mucho más que solo un grupo de anécdotas vividas por un inmigrante. Son un espejo roto de una complejidad social más profunda: la que se vive fuera de los centros cosmopolitas y que permite una dinámica de culturas que es cualquier cosa menos simbiótica.
Esta es la entrevista que nos concedió Gonzalo Baeza con motivo de La ciudad de los hoteles vacíos.
SU: Gonzalo, en Sub-Urbano hemos estado investigando mucho acerca de lo que conforma a un escritor extranjero en los Estados Unidos. Usted, ¿se siente un escritor extranjero? De ser así, ¿qué lo determina? ¿Escribir en idioma español dentro de los Estados Unidos? ¿Escribir sobre ciertos temas, como por ejemplo, el de las vivencias de los inmigrantes en este país?
GB: Un escritor siempre es extranjero en la medida que, como dice John Gardner, su labor requiere de un grado de abstracción del mundo para poder observarlo. En mi caso, está además el dato objetivo que escribo en una lengua que aún es considerada extranjera en un país donde el idioma predominante es el inglés. Es posible que con esa doble condición de extranjero (porque, para complicar más las cosas, también estás ausente en tu país de origen) muchas de las referencias en tus textos estén lanzadas al viento y corran el riesgo de no ser comprendidas. Sin embargo, ahí estriba lo interesante de la situación del escritor que supuestamente vive entre dos mundos: hacerse un espacio con una obra que si bien dialoga con su entorno no cede en su idiosincrasia.
Creo que hay una camada de escritores hispanos en EE.UU. que comprende que tiene libertad absoluta para escribir y otra que aún pretende emular lo que hizo la “vieja guardia” de autores latinos en el país, quienes abordaron la realidad del inmigrante porque fue lo primero con que se toparon al llegar acá y les era ineludible. El problema de estos emuladores es que parecen felices de que los identifiquen como “autores latinos” y punto. Si bien no tiene nada de malo identificarse como tal, sí creo que identificarse exclusivamente como autor latino en EE.UU. es querer entrar a la literatura por la puerta de servicio. Es como estacionar el auto en el espacio para discapacitados y fingir que cojeas apenas abres la puerta. Aceptar la etiqueta de “escritor hispano” sin siquiera cuestionarla es negarse posibilidades expresivas. Como decía George Carlin, el “soft rock” ni es música, ni es rock. Es solamente “soft”. Eso es lo que gran parte del entorno literario parece esperar de estos escritores y muchos de ellos están felices de interpretar ese rol.
SU: Pocos escritores (extranjeros) que se acercan a dar una mirada al vasto territorio de los Estados Unidos mira los puntos más conocidos, los que se venden en las postales y guías turísticas. Hay una fascinación por ese otro país: el que está tras las bambalinas de la Estatua de la Libertad o el Golden Gate. Un país lleno de carreteras solitarias, campos y sembradíos en medio de aldeas que parecen abandonadas, y por supuesto, “hoteles vacíos”. ¿A qué cree usted que se deba esta mirada? ¿Acaso es la atracción por lo desconocido? ¿O es que esos terrenos aparentemente baldíos tienen mucho más que contar acerca del verdadero perfil del americano?
GB: Siempre me ha interesado ese Estados Unidos que es bastante más vasto y diverso que la imagen proyectada no solo hacia afuera del país, sino que hacia y desde las grandes ciudades dentro del país, donde se define el discurso público. Pese a que viví la mayor parte de mi vida en Chile, nací en EE. UU. y actualmente resido acá por lo que siento que prestarle atención a la parte más inmediata de mi entorno es sencillamente una consecuencia natural de lo anterior. Esos son mis vecinos o bien la gente que va a los mismos lugares que yo el fin de semana, ya sea a comprar libros usados o ver una pelea de box. Me llama la atención la persona que transita esas carreteras desiertas, que solía trabajar en esas fábricas abandonadas, que administra hoteles vacíos y que vive en esos enclaves que tienen mucho más que ver, tanto por su asilamiento como por la vida que llevan sus habitantes, con el así llamado tercer mundo que con la nación cosmopolita que coexiste en mutua desconfianza dentro del mismo territorio.
Mirar a ese otro EE.UU., creo, también obedece a no aceptar pasivamente el rol de autores “latinos” que se impone transversalmente desde el consenso conservador-progresista del país. Este se observa desde los discursos políticos sobre inmigración hasta las reseñas que obtienen los autores latinos por parte de muchos críticos literarios estadounidenses, con alusiones majaderas al realismo mágico o a estereotipos manoseados. La gran prueba de la imaginación de un escritor, dice Wendell Berry, no es el territorio del arte o el de la mente, sino el territorio que tenemos bajo de los pies. El epígrafe de Eudora Welty que uso en mi libro alude a lo mismo. Me parece más interesante enfrentarse a este territorio con el bagaje propio que simplemente llegar a instalarse y escribir sobre cómo echamos de menos el pan amasado que hacía nuestra abuelita en nuestra aldea de origen o cómo “el güero” no sabe lo que es realmente tener una familia. En definitiva, llegar a un lugar y conocerlo en vez de llorar por el lugar que perdimos o, peor aún, llorar porque así les es más fácil a otros catalogar tu literatura y que eventualmente te publiquen.
Aproximarse de esta manera a EE.UU. y recalcar que en West Virginia o Kentucky no se vive igual que en Nueva York o Los Ángeles, es también una manera de renegar de ese mal hábito del mundo literario latinoamericano que es vivir en cantones. Si bien queremos que en EE.UU. se reconozca una identidad literaria hispana, en nuestros propios países operamos como si no hubiera nada fuera de nuestras fronteras. Si nos preguntan por Argentina, sabemos quién es Borges pero no quién es Selva Almada; si nos preguntan por Colombia, sabemos quién es García Márquez pero no Mario Mendoza; si nos preguntan por Perú, sabemos quién es Vargas Llosa pero no Peter Elmore. Como escribió Bolaño sobre la literatura de su país: “La literatura chilena, tan prestigiosa en Chile”.
SU: Me gustó leer “La ciudad de los hoteles vacíos” como una novela desordenada, a saltos, con un personaje que se disfraza de muchos, en un reflejo de las múltiples “personalidades” que puede llegar a adquirir quien emigra ilegalmente, y que gracias a esos disfraces nos permite asir cada vez una mirada diferente de la realidad social del contexto. Pero lo que más me gustó fue justamente que la aproximación al “ilegal” es cruda y expone algunas ideas que no muchos se animan a exponer en público, como por ejemplo: “No sé quién dijo que los latinos son trabajadores, pero éste claramente no lo era”. (p. 45) ¿Obedece esto a un intento por desmitificar el concepto positivo y unificador de los trabajadores que sufren como víctimas de un sistema cruel?
GB: Muchos de los personajes de La ciudad de los hoteles vacíos tienen una condición de marginal que choca pero que es la consecuencia de prestar atención a nivel individual a una masa de personas habitualmente definida solo por su estatus migratorio. La frase que citas es del cuento “Socios” y la dice un gendarme estadounidense que claramente no tiene interés en saber más acerca de su socio, un inmigrante que lo está ayudando a robar cables de cobre de edificios abandonados. Es una relación dictada exclusivamente por la conveniencia (y la supervivencia). En las observaciones ramplonas que hace el tipo a lo largo del relato, más que un intento mío de desmitificar la imagen del inmigrante, lo que quiero ilustrar es la falta de empatía de miembros de un grupo hacia otro pese a que por sus circunstancias puntuales (ambos llegaron a trabajar a la Nueva Orleans post-Huracán Katrina) o de clase social están forzados a coexistir. Escribir esos relatos fue algo más bien intuitivo o de inclinación natural por esos ambientes y esos personajes, y no necesariamente por hacer un comentario explícito sobre la condición del inmigrante.
SU: Decía Eduardo González Viaña en la presentación de la antología “Cruce de Fronteras” que allá abajo cada uno es de su país: colombianos, panameños, ecuatorianos. Pero una vez aquí arriba, todos somos latinos y nos reconocemos en nuestras muchas similitudes. Gonzalo, en su libro, sin embargo, encontramos muchas más escenas del latino versus el latino, que comunidades solidarias y homogeneizadas. Para “ellos” somos uno solo, hecho de lo mismo, pero nuestra diversidad es una goma que se estira un poco más cada día y que podría reventarse. Dice en la p.25: “Francamente, no me ofende que insulten a los “latinos” porque no me siento uno de ellos”. Y también: “Como buen inmigrante ilegal que lleva un tiempo en el país, Boris odiaba a los inmigrantes ilegales” (p.14). ¿cómo percibe usted este fenómeno? ¿Terminaremos rompiendo el saco para emerger cada uno en su idiosincrasia nacional particular?
GB: Asimilarse es parte del ideario de este país y creo que pretender hacerse oír a partir de una identidad exclusivamente colombiana, chilena, argentina, etc. es una batalla perdida. La práctica común acá es tener una vaga idea de dónde vienen tus abuelos o preservar cierto apego al Viejo País en ritualidades que muchas veces se quedan en el formalismo, como los descendientes de irlandés que se visten de verde para St. Patrick’s Day o algunos descendientes de italiano que gozan de encarnar ciertos estereotipos que me parece provienen más de El Padrino que de la propia Italia. Creo que Eduardo González Viaña tiene razón en que una vez acá las diferencias pretendidamente de fondo se descartan y ello ocurre independiente de la voluntad de los individuos. Así es como te perciben y punto. Como proceso de asimilación intrínsecamente estadounidense tiene un lado bueno y uno malo. En lo inmediato, lo bueno es que rencillas estériles como las (existentes) entre Chile y Perú o entre Brasil y Argentina dejan de tener una importancia que no merecen, en gran medida porque al estadounidense no le interesan ni las comprende. Ello me recuerda a una escena de la película “A Day Without a Mexican” en que un político racista denuncia la presencia de “mexicanos ilegales de Guatemala y Honduras”.
Por otro lado, veo que el discurso de asimilación asume ritualidades que me huelen a impostadas, como el convertir una efeméride como el 5 de mayo en una especie de “St. Patrick´s latino” con cerveza a mitad de precio, o el deseo de levantar un panteón de hispanos destacados como César Chávez que, a decir verdad, no son particularmente conocidos fuera de EE. UU. Lo de Chávez me resulta particularmente curioso porque se ensalza la figura de un líder sindical entre un grupo (los latinos) donde millones no cuentan con protección laboral alguna, en un país donde tanto Republicanos como Demócratas dirigen por acción u omisión lo que tal vez sea la ofensiva más seria en contra de los sindicatos en casi un siglo, donde 40 millones de trabajadores no tienen derecho a enfermarse y la mitad de los estados no respeta el derecho a negociación colectiva. Se da la paradoja de exaltar a Chávez por ser latino, pero no por lo que luchó.
Se invoca la diversidad para definir a un grupo en torno a un mínimo común denominador –el estatus migratorio– que hace caso omiso de su diversidad real. Se define la identidad de un grupo en base a una parte de él (los inmigrantes indocumentados) y se da por descontada una solidaridad que en la práctica no ocurre ni aquí ni en nuestros países, donde las diferencias de clase con más abiertas y por lo tanto más brutales que en EE.UU. No estoy diciendo que sea malo que exista solidaridad con gente que vino a EE. UU. precisamente porque en sus países el sistema no es solidario con ellos. Es solo que para asimilarlos no es cosa de ponerles una etiqueta a todos los que hablan español.
El “latino versus el latino” que a veces se ve en mi libro da cuenta de estas diferencias “con denominación de origen” que quien no las conoce suele pasar por alto, pese a que mi intención no fue hacer un reportaje denuncia sino que sencillamente me parecieron interesantes en el marco de la historia que quería contar.
SU:El relato de los cuatreros nos saca del contexto histórico del resto del libro y nos lleva al otro inmigrante, al que siempre existió, incluso antes de que se le llamara inmigrante o se estableciera si era ilegal o no. ¿Qué pretende con la inclusión de este paréntesis? ¿Acaso demostrar que entre países fronterizos, el intercambio es una constante y no una moda?
GB: Ese paréntesis así como el cuento de los vikingos que desembarcan en Minnesota dan cuenta de ese intercambio constante y de lo difusa que puede ser la delimitación entre habitantes originales, colonos, inmigrantes, lugareños, etc. Sin embargo, el cuento de los cuatreros tiene otras conexiones que no explicito en el relato mismo. Una es rendir un modesto homenaje a las novelas del Oeste escritas por españoles que usaban seudónimos estrambóticos como Silver Kane o Keith Luger y que bajo el franquismo llegaron a vender millones. Esos autores jugaban con la mitología popular estadounidense de la misma manera como escritores más respetados por la crítica como Boris Vian lo hicieron en su momento y lo que tenían en común es que la mayoría de ellos jamás puso un pie en EE. UU. Sin embargo, la conexión más profunda de ese relato con el resto de la colección proviene del elemento que genera el conflicto entre los cuatreros y los trabajadores migrantes: el alambre de púa. El alambre de púa fue el invento que terminó con el estilo de vida del viejo Oeste al permitir a los rancheros contener a su ganado, dejar sin trabajo a miles de vaqueros que hacían de arrieros, y suscitar peleas entre los empleados de los consorcios ganaderos y los rancheros, algo muy similar a las peleas entre cierto tipo de trabajador en EE. UU. y el inmigrante que supuestamente viene a quitarle el trabajo. Lo curioso es que el alambre de púa fue inventado en la pequeña ciudad de DeKalb, Illinois, donde viví y donde transcurre buena parte de los relatos de la colección. Me llamó la atención que un invento en una ciudad irrelevante del Medio Oeste tuviera consecuencias tan drásticas sobre el resto del país y que repercutiera, como en el cuento al que aludes, en lugares tan lejanos como Texas.
SU: ¿Qué pasó con esta ola de “nuevos” escritores venidos de América Latina y establecidos en los Estados Unidos? Los textos suelen ser muy dolorosos, sórdidos y polémicos. Edmundo Paz Soldán puede ser fe de ello con su novela Norte. ¿No creen más en el “Sueño Americano”? ¿O es que el tal “Sueño” es solo para los americanos y no para los que vienen con sus propios fantasmas viviendo por dentro?” (p.70) “Y entonces partirás sin haber respondido ninguna de las preguntas que trajiste hasta acá, porque en definitiva esas dudas ya no son dudas, sino malos recuerdos”. (p. 136)?
GB: Esa frase que citas al final tiene más que ver con fantasmas personales que con una experiencia colectiva, pero ciertamente es un bagaje con el que cargan muchos. “El sueño americano no da, desde hace mucho, ni para una siesta corta” dice la introducción de mi libro escrita por Carlos Salem (de quien voy a estar siempre agradecido por haberle dado una oportunidad a una colección de cuentos en tiempos en que el cuento no vende, publicada en España pero ambientada en EE. UU., y escrita por autor chileno que reside en Virginia. Suena como la receta perfecta de anti-marketing, pero a la vez es testimonio de una editorial a la que le importan más los autores que los vampiros y las trilogías de sexo sadomasoquista. La falta de más editoriales así, creo, es una de las razones por las que revistas como Sub-Urbano cobran particular importancia).
Volviendo a tu pregunta, creo que guarda relación con lo que mencioné sobre las dos camadas de escritores hispanos en EE. UU. (pese a que estoy consciente que el fenómeno es mucho más complejo). Ese autor nuevo no siente la necesidad de limitarse a contar la historia de superación y sufrimiento que se espera de él o la del inmigrante sufrido, pero dócil y agradecido que se observa en otras narrativas “extranjeras” como las de Jumpa Lahiri, donde el recién llegado o sus hijos se asimilan a la perfección en cierto estrato social, hacen todos los ruidos y genuflexiones que se le exigen, y si tan solo les dan una beca para una Ivy League prometen sacarse puras “A”. Es una literatura despolitizada (aunque no apolítica, porque eso es imposible) que intenta llenar ese vacío con clichés (clichés con un lenguaje precioso, pero clichés de todas formas) y un multiculturalismo clientelista que no cuestiona nada de fondo y del que cualquier autor con curiosidad naturalmente se aleja. Con ello no quiero deslegitimar la literatura sobre la inmigración, sino aquella que la imposta por conveniencia o mera falta de interés por el entorno en que vivimos. Es literatura escrita en un laptop, sentado en un Starbucks con un disco de Putumayo World Music de fondo. Me parece bien que más autores se alejen de ese modelo.
SU: El libro también explora otros temas tangenciales como la visión que tiene John, el gringo veterano de Irak que contrata al chileno, y termina muy mal, o la agonía de Carlos a punto de perder su casa. Incluso hay un relato que no ocurre en los Estados Unidos (el de aquél que regresa y se enfrenta a los recuerdos y a lo idealizado).
GB: Hace poco fui a ver un combate de box en que peleaba un chico iraquí pero, como el presentador se encargaba de enfatizarle al público, “criado en Frederick, Maryland”, imagino lo extraño que debe resultarle pelear y vivir en el país que invadió y masacró a su país de origen y recuerdo lo extraño que me pareció a mí verlo salir al ring con música del Medio Oriente pero envuelto en una bandera estadounidense. Esas son las historias que me gusta contar, de tipos que no logran situarse en su entorno, a los que los discursos y slogans como el “sueño americano” no les funcionan, que son incapaces de canalizar su frustración o su perplejidad ante una sociedad cada vez menos sociable, y que en EE. UU., como en cualquier otro lado, te topas a cada rato. Nietzsche decía que el idealista es aquel que logra evitar conocerse a sí mismo. Yo no soy idealista y creo que el idealismo sirve de muy poco. Me parece que esto se trasunta en los cuentos que mencionas y es sobre lo que me interesa escribir más que hacer comentarios en forma de relato.