Un anciano con una particular vocación por el fuego sobrevive entre las cenizas de un incendio infernal. Un oscuro concilio de políticos revela los siniestros caminos que conducen al poder. Una entidad poderosa e irrevocable atrae a una madre y a su hijo hacia un destino desconocido. Estos son algunos de los cuentos incluidos en “Siete pagos”, de Carlos Henrickson, volumen que reúne ocho relatos que emergen desde las brumas de las pesadillas para insertarse en la realidad, con personajes en busca de alguna suerte de pago o revancha. La fe, la justicia, la paciencia, la verdad, la gloria, la virtud, el destino, la naturaleza, son los conceptos puestos a prueba en estos inquietantes cuentos, que transitan inesperadamente entre lo fantástico y lo real.
En «La fe», relato que abre el libro, una mujer acude hasta una misteriosa comunidad que habita entre el bosque y el acantilado, impelida por una antigua sed de venganza. Lee aquí La Fe, un cuento de «Siete pagos».

Asumir que la escritura –y particularmente la narrativa– tenga desde el fondo de su voluntad creativa un imperativo moral, parece un absurdo en los tiempos que corren, en que se prefiere el formato de fábula: ocupar, acariciándolo, el angustiado tiempo del lector en una historia que, como efecto colateral, produzca algún efecto de conciencia social. Mas la evolución de los estilos no pasa en vano ni independientemente de los descalabros históricos, y una obra que respire desde el principio su intención moral, desde su concepción más íntima, no puede dejar ya de ser monstruosa –como de algún modo ya lo vislumbró Sade en el umbral de nuestra experiencia como humanidad moderna.
Se acostumbra ver el nacer como un surgir, alzarse a la luz, como las plantas que buscan el sol, y hasta nos suena natural el inicio del viaje de la vida de una persona como ese acto de buscar el sol. Si uno se pone estudioso, se va a encontrar siempre con esa imagen al inicio de la clásica Bildungsroman, la novela de formación. De la nada al ser, para ir superando los desafíos de un mundo que no es en sí mismo fundado en la justicia o la verdad, y que no nos ayudará en esa lucha que sí se puede vencer siendo fiel a sí mismo, hallando y creando el propio lugar en una vía que en principio se nos cierra, comprendiendo el necesario pacto con una sociedad que se nos presenta como una contrariedad suprema.
La escritura del desarraigo -en épocas en que la migración ocupa un primer plano en la prensa- puede bien ser vista como una subespecie de la escritura de la violencia. Pasar de un territorio a otro no es algo que nos deje indemnes: por más que soñemos que nuestra identidad no depende del entorno, el hecho es que este está constituido más mañosamente. Se trata de encontrarse con algo que es como el aire en su sentido más propio: pasamos a otro aire al tiempo en que este pasa a nosotros, dentro del cuerpo propio. Este aire ocupa nuestra respiración para hacernos entrar mientras él entra en nosotros: es, al fin, una operación casi mágica que este hace, más efectiva que nuestro propio paso o la recepción voluntaria o involuntaria de quienes ocupan ese nuevo lugar, nuestros -posibles- semejantes. Las generaciones que han construido una manera de ver, un paisaje, una lengua, una cultura, pesan como parte esencial de los espacios nuevos, y se hacen sentir también dentro nuestro.