Por Juan Manuel Vial. La Tercera, 16.11.2013
Este libro ofrece una completa divagación en torno a la muerte, partiendo por la de Fidel, el padre de Agustina, la narradora, y siguiendo luego con la de ella misma, ocurrida décadas más tarde. La peculiaridad del asunto es que el énfasis, el crudo detallismo del relato, está puesto en el deterioro físico, no tanto en la idea de la pérdida ajena o en la de la propia extinción. Dicho de otro modo: La muerte de Fidel es un compendio de procesos corporales que tienden a la putrefacción de la carne, aunque no por ello podría calificársele de asquerosidad sin nombre, puesto que también hay aquí una belleza curtida de cierto patetismo demencial, bastante afín a las circunstancias de los protagonistas.
Fidel yace postrado en cama, víctima de un cáncer a la lengua, en la modesta casa que comparte con su mujer y su hija en un barrio pobre de Santo Bernardo. La primera ha optado por desentenderse del calvario que implica hacerse cargo del moribundo, mientras que Agustina, una mujer que no ha tenido una vida normal debido a ciertos problemas físicos y mentales, se dedica con especial devoción al cuidado de su adorado padre, quien, en tiempos mejores, fue agente de los servicios de inteligencia de la dictadura y luego chef en un casino de militares. “Mi padre no mejorará. Seré yo quien lo lleve al cementerio y lo coloque dentro del nicho que el gobierno de Chile me regaló por ser una niña anómala. Por ser especial”. Sigue leyendo